Ya está en todas las librerías del país un libro que es un tesoro, una de las grandes noticias culturales de este 2025 que apenas empieza y ya casi, sin darnos cuenta, se va a acabar: cada vez pasa más rápido el tiempo, en eso consiste, cada vez se nos escapa de las manos con más avidez y premura, como dijo Virgilio en uno de sus poemas campesinos: "Huye mientras tanto el tiempo, huye el tiempo irreparable...".
A propósito de Virgilio: don Miguel Antonio Caro, un colombiano, un genio (aunque fuera presidente de la República, nadie es perfecto), lo tradujo de forma tan brillante y elocuente que Jorge Luis Borges decía que cuando por fin leyó el original latino en la Ginebra de su juventud, le pareció una mala copia de la versión en octavas reales de Caro, al que una vez un secretario le preguntó, al verlo leyéndolo: "¿Virgilio qué?". Caro contestó: "Virgilio Rodríguez".
Pero el libro del que hablo no es de Caro ni de Virgilio y ni siquiera de Virgilio Rodríguez sino de Marcel Proust, porque acaba de salir, publicado por Alfaguara, Por el camino de Swann, el primer volumen de esa obra maestra y descomunal que es En busca del tiempo perdido, uno de esos clásicos que son tan grandes y famosos que muchos creen o dicen haber leído pero que solo unos pocos conocen de verdad y hasta el final, deslumbrados y sin aliento.
Con los clásicos pasa, como intuyó Italo Calvino, que tienen más renombre que lectores, por eso al final quien se les acerca, después de abandonar todos sus prejuicios y temores, después de lanzarse por fin a esa aventura, descubre en ellos una de las formas más elevadas de la dicha y la sabiduría, una clave inmejorable para pensar y entender, incluso compadecer, a este pobre mundo en el que estamos.
Esta traducción la hizo Mercedes López-Ballesteros, la gran amiga y confidente de Javier Marías, su adorable intermediaria con el mundo. No se me ocurre mejor homenaje a su memoria que este libro que él prohijó y quiso hasta el final.
Por eso los clásicos, y queda para otro día la discusión interminable sobre lo que es o no un clásico, son el mejor antídoto contra su propia gloria solemne y abrumadora, la maldición que de ellos hizo el colegio cual si fueran libros sagrados, porque eso es lo que terminan siendo casi siempre, de ahí que la mejor forma de leerlos sea la profanación: entrar sin permiso a sus páginas, como si fueran libros prohibidos, meterse allí por las ventanas.
En el caso de Proust, pero cabe también para cualquier otro libro, hay un escollo adicional que es el de su estilo y su lengua: ¿cómo se puede acceder a esa especie de milagro si no es en el idioma en el que se concibió? La preocupación es válida y está detrás del problema de la traducción como un hecho inevitable y también fallido de la tradición literaria, porque todos heredamos la Torre de Babel.
Nicolás Gómez Dávila escribió que una traducción cercena lo más importante de un texto que no es lo que dice su autor sino lo que dice su lengua. Eso es cierto salvo cuando la traducción resulta ser, en sí misma, un logro casi tan grande como la obra que la inspira. Pienso por ejemplo en lo que hizo Gregory Rabassa con la versión inglesa de Cien años de soledad, o lo que acaba de hacer, en ese mismo idioma, Emily Wilson con la Odisea.
Es el mismo caso de esta traducción de Proust, de lejos, años luz, la mejor que vaya a haber en nuestra lengua; acaso la única capaz de recrear, línea a línea, el prodigio de ese estilo luminoso, arrollador como el río del tiempo que contiene, jalonado por los recuerdos que son la ficción que nos habita a todos: somos una novela los seres que poblamos la Tierra, por eso la memoria, lo dijo alguna vez Jean Paul, es el único paraíso del que nadie nos puede expulsar.
Esta traducción la hizo Mercedes López-Ballesteros, la gran amiga y confidente de Javier Marías, su adorable intermediaria con el mundo. No se me ocurre mejor homenaje a su memoria que este libro que él prohijó y quiso hasta el final.