Hubo un tiempo en el que la popularidad fue un logro, pero hoy es, sobre todo, una adicción: un monstruo crónico e incontrolable que va por ahí sacrificando vidas ajenas porque solo se calma con un puñado de likes. El consumo de la popularidad, tan propio de la adolescencia, no solo ha estado arruinando el debate público, sino que desde siempre ha sido –está en un ensayo de Hume, de 1752, titulado Del crédito público– "la trillada vía hacia el poder que termina en tiranía". El presidente Petro celebraba, el otro día, su encuesta del CNC que le reconoce una imagen positiva del 54 por ciento: "Se han inventado la mentira de que el presidente es muy impopular", decía. Pero lo cierto es que la impopularidad, que libera, que deja pensar, que no necesariamente es el retrato justo de un gobierno, también tiene su gracia.
Ser popular, por otro lado, no garantiza nada. Hay gobernantes atroces que, bajo el paraguas de la propaganda, sobreviven a punta de encuestas: Bukele alcanzó a ser irado por el 92 por ciento de sus clientes, Putin es reconocido por el 84 por ciento de sus vigilados, Milei ha llegado a ser querido por el 66 por ciento de sus espectadores. Netanyahu está subiendo en los sondeos. Y un gigantesco 43 por ciento tiene una opinión favorable de Trump: o sea que a una buena parte de los Estados Unidos no solo le importa un carajo la pila de pruebas innegables contra su candidato, sino que, harta de la jerga de los impopulares, quiere a ese líder suyo que puede ser el fin de la era de la democracia. "Los perversos con dificultad se corrigen y el número de los necios es infinito", se lee en el Eclesiastés de la Biblia del siglo IV.
Populares o impopulares, los políticos criollos de noviembre de 2024 deben limitarse a ser demócratas.
Hay popularidades escalofriantes: reguetoneros, tiranos, tiktokeros que encarnan el apocalipsis y son aplaudidos a rabiar. Hay popularidades irresponsables de tiempos de redes que, trasladadas al mundo de la política, se permiten sustituir la vocación al servicio por la adicción a la celebridad, la carrera empinada en el Estado por el número de seguidores, la preparación para ejercer un cargo público por la capacidad de hacer ruido en esta Tierra. Hay popularidades inescrupulosas de tiempos de redes que, habituadas al o directo con su propia gente –que no es "la gente", pero parece–, desprecian las instituciones retadoras de la democracia. Qué bueno valerse de la popularidad para pensarse en voz alta un país, pero qué pobre esconderse tras los índices de aprobación para imponer ideas borrosas con modos de caprichos.
Hay popularidades que trastornan y encandilan. Hubo un momento terrible de hace dieciséis años –19 muchachos de Soacha, a los que hicieron pasar por guerrilleros muertos en combate, aparecieron en una fosa común en Ocaña– cuando el expresidente Uribe tenía embrujado al 84 por ciento del país. Debe ser difícil no explotar esos niveles de aceptación. Debe ser duro ser serio si la reputación rompe sus récords. Sospecho que es preferible el respeto a la celebridad. Pero ahora mismo estoy diciendo que hay que fiscalizar a populares e impopulares. Y que, populares o impopulares, los políticos criollos de noviembre de 2024 deben limitarse a ser demócratas: sujetarse a sí mismos, estar contra los funcionarios acosadores, defender la libertad de prensa desde Vorágine hasta Semana, pensarse una descentralización, por fin, que además no sea un desmadre.
Hay columnas que ponen y columnas que quitan seguidores. Si es una tentación escribir el texto que va a ser celebrado en vez del texto en el que se ha creído, entonces cómo será de duro, cuando uno es un líder de estos, resistirse a ser y a gobernar para la galería. Es, sin embargo, lo que toca. Hay una encuesta cada tres días. Y toda popularidad se va.