El capitalismo creció tanto que pasó a convertirse en una enfermedad. Una de esas enfermedades que crecen, y con ella el malestar, la destrucción, la pulsión de muerte. Casi sin darnos cuenta, pasamos del Sueño Americano a la Pesadilla Americana. Del deseo de tener un Ford, una casa de dos plantas con porche y jardín, a temer caer exhaustos debido a la sobrecarga de trabajo, o a perder el precario y mal pagado empleo, si es que lo tenemos.
Hoy en día, los jóvenes no pueden irse de sus casas por causa de la crisis de la vivienda. En España, la principal razón de las parejas para no tener hijos es el hecho de no podérselo permitir financieramente. Y entonces la ansiedad de perder lo que se tiene propulsa la ferocidad de la acumulación: tener más y más, como supuesto antídoto a la destrucción. Acumular cada vez con mayor agresividad, acumular como una pulsión de poder y de muerte. Porque, como lo explica el filósofo Byung-Chul Han, “matar protege de morir”, y en esa delirante inconsciencia la sociedad se moviliza para matar antes de ser matado. Como quien corre a anotar un gol antes de ser goleado. Aniquilar antes de ser aniquilado. Basta ver la carrera armamentista que impulsa las guerras y la economía que las sustenta. Y así, en medio de esta demencia, ya no hablamos solo de la guerra contra Ucrania o contra Palestina, hablamos de la guerra comercial que ha desatado Donald Trump contra el mundo entero, en una exacerbación caníbal del nacionalismo que considera enemigos a todos los que no se le parecen.
Y es que llevamos décadas viviendo en una creciente espiral donde la competencia es cada vez más brutal. La noción de “optimizar” y “mejorar” es tan destructiva que se vale “morir intentando ser mejor”. Esta lógica autodestructiva, vinculada a la valoración cada vez más histérica de lo nuevo, lo joven, lo fresco, en contra de lo envejecido, viejo, moribundo, es una constante negación de la muerte que nos empuja a una orilla anti natura. El ser humano no muriente, el inmortal, el eternamente joven, el que vive un tiempo sin futuro, niega el final de la existencia, y al negarlo se aparta de la vida. Lo vemos en la obsesión con la salud, los tratamientos antienvejecimiento, las tendencias en el 'fitness', las obsesiones sobre las dietas, todo habla de una búsqueda de perfección insalubre y despiadada, un afán por destacar y diferenciarse que en el fondo entraña una pulsión destructiva.
La guerra comercial que ha desatado Donald Trump contra el mundo entero, en una exacerbación caníbal del nacionalismo que considera enemigos a todos los que no se le parecen
Lo cierto es que tanto a nivel simbólico como real nos enfrentamos con distintas materializaciones de la muerte. Una de ellas es quizá la de Estados Unidos como un adulto responsable sentado a la mesa directiva del mundo. Ahora el Tío Sam, el Gran Hermano, ha dejado de tener un tono moderado y conciliador para transformarse, de la noche a la mañana, en un demonio vengador y suicida que parece estar dispuesto a dañarse incluso a sí mismo en el incendio que él mismo ha creado.
Pensar en Estados Unidos, como “la tierra de las oportunidades”, “la tierra de la libertad”, “un país construido por migrantes”, consignas de tiempos en los que migrar con el sueño de una vida mejor a suelo estadounidense fue una motivación universal, llega a su final. Día tras día, entre redadas para capturar “migrantes ilegales”, despidos, recortes presupuestales, persecuciones y vigilancia, vemos a un pueblo temeroso, perseguido, secuestrado por el mismo gobierno que eligió para hacerle el 'harakiri' a la democracia de la que antes era estandarte. Del paraíso tan deseado al infierno tan temido la distancia es corta. Sobre todo cuando la pulsión suicida de un gobierno predador se divierte viendo al mundo arder en medio de un festín de barbarie. La guerra no es solo comercial, arancelaria, financiera. Es también social, cultural, psicológica. Es en contra de la razón y de la ética. En contra de la humanidad tal como la entendíamos hasta ahora.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes