Treinta y ocho años después de una de las mayores tragedias del siglo XX, estamos ante la amenaza de una nueva erupción del volcán Nevado del Ruiz. No obstante los esfuerzos gubernamentales por enfrentar el problema con los menores costos posibles, nos preguntamos qué tan preparados estamos frente a este nuevo embate de la naturaleza.
La razón es simple. Aún se recuerda con horror y reproche la noche del 13 de noviembre de 1985. Horror porque la erupción del volcán arrasó con Armero y afectó 13 municipios del Tolima y 4 de Caldas, dejando sin vida a más de 25.000 personas, no se sabe cuántos heridos y en la más absoluta miseria a todavía no sabemos cuántos colombianos. Y reproche porque se trató de una tragedia que si bien no se había podido evitar, por lo menos sí se habrían podido impedir las pérdidas de vidas y heridos.
Pese a los llamados que hicieron los expertos del entonces Instituto de Investigaciones Geológico-Mineras (Ingeominas), ni las autoridades nacionales ni las locales tomaron medidas para atenuar la que se conoció como la tragedia de Armero. Un informe especial de EL TIEMPO publicado 30 años después reconoce que “ministros, congresistas, políticos locales, autoridades y hasta sus más humildes habitantes sabían, muchos meses antes, que una tragedia iba a ocurrir en Armero (...). Con casi un año de anticipación, expertos geólogos habían advertido de las posibilidades de una avalancha por la actividad del volcán Nevado del Ruiz”. Dos meses antes, los periódicos hablaban de la inminencia de la catástrofe. Incluso 50 días antes de la erupción, el 24 de septiembre de 1985, se hizo un debate de control político en el Congreso a los ministros de Minas, Gobierno, Defensa y Obras Públicas del gobierno Betancur, en el que “se denunció, con estudios en mano, que el pueblo ‘iba a desaparecer’ ”. Sin embargo, ninguna autoridad dio la orden de evacuar. Y por eso pasó lo que pasó.
La debilidad de las instituciones y su grado de politización son tales que nos obligan a decir que el país puede vivir tragedias como las de Armero.
Con la excepción del gobernador del Tolima, Eduardo Alzate García, ningún funcionario público fue procesado por la omisión de las medidas en el caso. El entonces procurador delegado para la vigilancia istrativa solicitó su destitución por haberlo hallado culpable de manifiesta negligencia. Los demás responsables pasaron de agache.
La erupción del volcán arrasó con uno de los centros agrícolas más dinámicos y de mayor proyección del Tolima, y privó a la economía colombiana de la explotación de uno de los pisos más fértiles y ricos del país. Los expertos indican que la desaparición de Armero impactó de tal manera la economía departamental que “la contribución ponderada del sector agropecuario al crecimiento real del producto departamental pasó de ser 4,5 % en 1986 a 2,8 % en 1987 y a -2,5 % en 1988”.
Pero no solo fue la pérdida de un centro generador de empleo y riqueza para una región del país. Detrás también quedó enterrado el drama de los niños que se perdieron durante la avalancha o que nunca pudieron encontrar a sus padres, y de las familias que jamás pudieron reencontrarse. Nunca una tragedia se manejó de peor manera. No hubo censo de muertos, de heridos o de ilesos. Nadie pensó en la reconstrucción y menos en la reubicación de los sobrevivientes. Cada quien se reubicó como pudo en Armero-Guayabal, Lérida e Ibagué. Los demás se repartieron por el país.
Pero la indolencia no solo fue del Estado. También de la gente que vio en las ayudas del Gobierno una oportunidad para sacar provecho. En Armero vivían 20.000 habitantes. Murieron unos 25.000 y registrados como víctimas que reclaman ayudas del Estado unos 35.000.
Han pasado 38 años desde esa tragedia. Y aunque contemos con un sistema de gestión del riesgo y la atención de emergencias, la debilidad de las instituciones y su grado de politización son tales que nos obligan a decir que el país puede vivir tragedias como las de Armero, y que pasados 50 años se pueden repetir sin que hayamos aprendido de ellas. Ojalá esta vez podamos atenuar la tragedia y decir que gracias al sistema se evitó que el desastre fuera de grandes proporciones.
PEDRO MEDELLÍN
* Profesor titular, Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional