El jueves, sobre las 10 de la noche, el canciller Murillo finalmente halló el coraje que se le había perdido para condenar con algún grado de claridad la usurpación del poder en Venezuela.
Seguramente el endurecimiento de posturas en todo el mundo, incluyendo la de Donald Trump –otro que se demoró en pronunciarse– lo convencieron de que Colombia se quedaría sola en su contemporización con el régimen de Maduro. Y seguramente pesó en su cálculo la proximidad del plazo para una eventual candidatura presidencial. Mejor ir marcando distancia de su gestión con respecto al robo de las elecciones venezolanas, que será su principal debilidad si llega a poner su nombre a consideración del electorado.
En cualquier caso, fue ‘too little, too late’, como dicen los gringos: muy poco, muy tarde. Meses de tibieza colombiana le dieron oxígeno a Maduro para asediar y reprimir violentamente a sus opositores. Será un milagro si María Corina Machado y Edmundo González consiguen derrocar al tirano. Un milagro que, en virtud de la formidable tenacidad de Machado, no se debe descartar. Pero un milagro de todas formas.
Ha de ser muy espeso el secreto que conmina a Petro a no desairar a Maduro. Pues a nadie le convendría tanto como a él la caída del mostacho de Miraflores. ¡Imaginen su alivio! Poder seguir adelante con su proyecto de izquierda sin el grillete en la pierna de no poder opinar sobre los desafueros de un impresentable, tal y como sí lo hace Gabriel Boric en Chile. Sería liberador.
Meses de tibieza colombiana le dieron oxígeno a Maduro para asediar y reprimir violentamente a sus opositores
En cambio, por sus vínculos subterráneos con el chavismo, Petro acabó en el peor de los mundos. El oficialismo venezolano, que además de bandido es presumido, interpretará como una afrenta la inasistencia de Petro y su canciller a la posesión de Maduro, pese al contentillo de enviar al embajador. Eso fue prenderle una vela a Dios y otra al diablo, y el chavismo solo acepta que se la prendan a ellos; es decir, al diablo. La oposición, por su parte, no olvidará que el Gobierno de Colombia la abandonó en el momento más crítico de su historia.
El petrismo y sus defensores alegan que la ambivalencia obedece al imperativo de no dañar las relaciones entre los países. Pero si eso fuese completamente cierto, al Gobierno le interesaría quedar bien tanto con el oficialismo como con la oposición. Esta última, al fin y al cabo, fue la que ganó las elecciones, y su llegada al poder, si bien es difícil, es lo deseable. ¿No habría que cuidar también las eventuales relaciones con un gobierno de González, en ese caso? La poca relevancia que la Casa de Nariño le otorgó a esa posibilidad revela que estaba tan segura de que Maduro seguiría en el poder que ganarse la confianza de la oposición era una pérdida de tiempo. El petrismo, en síntesis, tomó partido.
Triste y traicionera suerte la del Presidente, el Pacto Histórico y la de todo ese sector de la izquierda nacional que, pese a la evidencia de su ilegitimidad, sigue defendiendo al heredero de Chávez. Terminaron siendo unas víctimas más de la dictadura madurista. Pues su credibilidad y coherencia quedarán para siempre manchadas por la insensatez de desafiar el único sentimiento que, en estos tiempos de polarización, une a los colombianos: el desprecio por Maduro, cuya desfavorabilidad ronda el 94 %.
Uno de los argumentos más fecundos de la izquierda latinoamericana es la condena a los dictadores australes. ¡Y resulta que tanto denunciar a tiranos como Videla o Pinochet para acabar validando a uno igual o peor que ellos! Esa es la consecuencia de esa caries de la moral que consiste en tolerar, e incluso irar, en el bando propio los defectos que condenan en el bando opuesto. Cualquier pretensión de superioridad moral a la que hubieran aspirado quedó así anulada.
THIERRY WAYS
En X: @tways