Cada tanto nos llega la noticia de que somos el país más feliz del mundo, y eso nos hace muy felices. No sé muy bien de dónde llega esa información, qué tan rigurosa es ni cuáles países entran en la muestra; en Kazajistán, que fue el segundo el año pasado, el presidente ordenó disparar a matar en una protesta (mal indicador de felicidad).
En cambio, se acaba de publicar el ‘Reporte mundial de la felicidad 2021’ y en él, en forma más realista, ocupamos el puesto 55 entre 95; debajito de Montenegro y por encima de Bulgaria. Su principal fuente fue la encuesta mundial Gallup que para definir el grado de felicidad usa la escala de Cantril (psicólogo investigador de opinión pública de la Universidad de Princeton). Se le pide al entrevistado imaginar una escalera de diez escalones y situarse en ella. El cero es la mínima y el 10, la máxima felicidad. La respuesta del entrevistado siempre es rápida y precisa; todo el mundo puede definir cómo se siente, aunque el concepto abstracto de felicidad sea complejo.
En los últimos cuatro años, Finlandia ha ocupado el primer puesto. Eso sorprende no solo a los alegres caribeños, sino a los mismos finlandeses, que cargan con el estereotipo de ser gente introvertida, silenciosa y melancólica.
Los factores que generan felicidad en las sociedades modernas empiezan a ser importantes cuando la pobreza deja de serlo.
Durante los últimos años el índice de felicidad en Finlandia ha aumentado consistentemente, mientras que los ingresos se han mantenido constantes (constantemente altos). Eso ha llevado a propuestas para cambiar el PIB/cápita (ingreso promedio) como indicador de felicidad por algún otro que tenga un impacto más directo y causal en ella. El 2018 varios gobiernos –Escocia, Gales, Nueva Zelanda, Islandia y Finlandia– decidieron buscar un nuevo indicador y conformaron una asociación que llamaron WEGo, sigla en inglés de ‘Gobiernos de economía del bienestar’. Hay factores financieros, pero también sociales y psicológicos, que parecen definir mejor que el ingreso, el bienestar y la felicidad.
Entre esos factores están el capital social, las relaciones con los otros de la comunidad y la confianza en ellos; la inequidad, porque la comparación con otros y el sentimiento de ser tratados con injusticia es fuente de infelicidad, y la calidad de las instituciones sociales y la forma como ellas atienden las necesidades de quienes las requieren. Los países nórdicos (todos entre los diez primeros lugares de felicidad) ilustran la importancia de estos factores: la desigualdad económica es baja, la confianza entre las personas es muy alta, y tiene un Estado de bienestar muy efectivo.
Todo eso es cierto, pero también lo es que en la lista de la felicidad los primeros 20 puestos los ocupan países con el más alto PIB/cápita y los últimos 20 naciones con el más bajo. No se puede ser feliz si no se sabe cómo se va a alimentar mañana a los hijos.
Hace unos días leía en una columna en este diario la afirmación de que la inequidad produce hambre. Creo que eso no es rigurosamente cierto. La pobreza es la que produce el hambre. Las dos mayores hambrunas del siglo XX se dieron durante el ‘Gran salto adelante’ de Mao Zedong (entre 25 y 40 millones murieron de hambre de 1958 a 1961) y la hambruna de Ucrania, el ‘Holodomor’ (doce millones) por culpa de Stalin, entre 1932 y 1933. Las dos sucedieron durante los mayores experimentos de igualdad económica que ha hecho la humanidad.
La conclusión es que los factores que generan felicidad en las sociedades modernas empiezan a ser importantes cuando la pobreza deja de serlo. No podremos matricularnos en los países WEGo sin condiciones básicas de ingreso.
Un dato adicional es que en los 10 países más felices, el 17 por ciento de la población está constituida por inmigrantes. Más del doble que en los demás países. Van acá, pues, algunas ideas para los candidatos.
MOISÉS WASSERMAN