Pocas veces uno se alegra por algo malo. Pero esta vez me pasó por la absurda censura de cuentos infantiles clásicos de Roald Dahl. La editorial inglesa de sus obras advierte a los niños que los libros fueron escritos hace años, y que la revisión se hace para que puedan seguir disfrutándolos. Increíble que una editorial infantil trate a los niños como idiotas, ni que fueran adultos. Les faltó añadir en la portada de Charlie y la fábrica de chocolates un aviso que dijera: ‘Peligro: este texto contiene referencias a un producto que contiene azúcar y grasas saturadas’.
Me alegré por la reacción que generó en mucha gente, por las decenas de páginas que se escribieron criticando esa estupidez. No es la primera vez que pasa, pero habría que reaccionar cada vez con más fuerza. Hace un par de años sacaron de circulación cinco libros del Dr. Seuss (otro clásico infantil) porque contenía dibujos con ‘implicaciones racistas’, como un oriental comiendo con palitos, o un africano vestido con hojas. Enid Blyton, la recordada (ojalá) por sus libros de aventuras, como la saga de Los cinco, también fue censurada, años después de muerta, por introducir en sus libros expresiones entonces usuales.
Si nos descuidamos, pronto estaremos leyendo ‘El príncipe neurodiverso’ de Dostoyewski, y las brujas de Macbeth serán presentadas como ‘un círculo de vecines’.
La historia de la censura contra textos literarios es muy larga, cosa que no solo no disculpa estos hechos recientes, sino que los agrava. La estupidez repetida es peor que la original. Thomas Bowdler publicó en 1807, La edición familiar de Shakespeare, de la que sacó hasta “la más leve traza de blasfemia y de obscenidad”. Acá, el sacerdote Pedro Ladrón de Guevara publicó en 1906 un manual de censura a todo libro “herético, impío, incrédulo, blasfemo, clerófobo, malo, de malas ideas, dañino, peligroso, inmoral, obsceno, deshonesto, lascivo, lujurioso, libre, indecente, cínico, voluptuoso, sensual, apasionado, peligroso para jóvenes, imprudente y temerario”. Un pequeño esfuerzo por imitar al Índice de libros prohibidos de la Iglesia, que protegió la virtud de los lectores desde el Concilio de Letrán, en 1515, hasta el Concilio Vaticano II en, 1965.
Deberíamos aprender de la historia. Aunque sea reconocer que es útil para entender nuestra evolución cultural y moral, y que suprimirla, u ocultarla, no ayuda a mejorar las cosas.
La palmada en la mano a Dahl, para que se porte bien, llegó 33 años después de su muerte. Tampoco es extraño. Un antecedente notable es el del papa Esteban VI, quien desenterró el cadáver de su antecesor, el papa Formoso, lo vistió con los ornamentos papales y lo sometió a juicio (el “Concilio cadavérico”). Como Formoso no pudo responder a las acusaciones (lo que es comprensible para alguien que llevaba muerto más de un año), lo condenaron, lo despojaron de los ornamentos y lo entregaron a una turba furiosa (perdón, quise decir a un pueblo indignado) que lo despedazó y lo lanzó al Tíber.
Deberíamos aprender de la historia. Aunque sea reconocer que es útil para entender nuestra evolución cultural y moral, y que suprimirla, u ocultarla, no ayuda a mejorar las cosas, todo lo contrario, las empeora. A Mark Twain le censuraron Huckleberry Finn; le cambiaron las palabras. Inmensa torpeza, porque su visión ingenua de una sociedad racista y su intuición de que eso estaba mal han aportado más a la causa antirracista que las arengas aburridoras de sus censores.
Vivimos un neopuritanismo insoportable. Una encuesta de hace dos años encontró que el 62 % de los estadounidenses no se atreven a expresarse por miedo a represalias. Así como el puritanismo buscaba cualquier traza de doctrina o de ceremonia católica para expulsarla del anglicanismo, así estos nuevos puritanos buscan cualquier signo de ‘comportamiento impuro’ para eliminarlo, con la seguridad que les da el creerse poseedores, ahora sí, y solo ellos, de la verdad eterna.
MOISÉS WASSERMAN