Algún presidente nuestro dijo (repitiendo lo que habían dicho antes otros) que en política el amor se ve en el presupuesto. Hoy, todo el mundo habla de la sociedad del conocimiento y del papel que juega la ciencia en el desarrollo de las naciones y en el bienestar de los pueblos. Pero conviene que midamos el amor que le tenemos, con los montos adjudicados en el Presupuesto General de la Nación.
El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación es el que recibió este año el presupuesto más bajo entre todos los ministerios; en el ‘decreto de liquidación’ es el 0,1 por ciento del total. Tres cuartas partes del que le sigue, que es obviamente el de Cultura, y apenas la mitad del de Deporte. Acaba de salir la adición presupuestal, producto de la reforma y de otros recálculos, y en esta se le adjudicó un 0,2 por ciento. Así termina sumando 0,11 puntos en la escala de amor de 100. Merece, al menos, que le canten una canción de despecho.
En los últimos años se ha tratado de mostrar que la situación no es tan mala, porque el 2011 se modificó la Constitución para que el 10 % de las regalías que recibe el Estado, principalmente por la producción de petróleo, gas y carbón, se dediquen a financiar investigación científica y desarrollo tecnológico.
La tarea de los presupuestos corrientes de ciencia es mantener y fomentar esa comunidad y su diversidad; los países exitosos lo saben.
Eso suena bien (¿amor subsidiario?), pero creo que es importante que se conozcan sus limitaciones. La primera de ellas es que por su naturaleza las regalías son inciertas, en montos y en tiempos. Dependen del precio del petróleo y de la capacidad extractiva de esa industria. Además, paradójicamente, uno de los temas priorizados por el Gobierno es la transición a la ‘descarbonización’. Es decir que si esta investigación tiene éxito, acabará con la fuente de financiamiento. Como en la Misión Imposible, después de escuchado, el mensaje se autodestruye.
Los proyectos financiados por regalías son extraordinariamente difíciles para los investigadores. Son montos grandes, que exigen asociaciones y soportes istrativos inmensos que no están al alcance de científicos que no sean parte de alguna de las más grandes instituciones del país. Quienes finalmente logran ‘colgarse’ a uno de esos proyectos, reciben su justo castigo por el esfuerzo. Deben enfrentar una verdadera trituradora istrativa, un control totalmente ajeno a la ciencia, más parecido al de una obra pública de gran envergadura. Terminan sin tiempo para pensar ni participar en discusiones productivas, deben rendir culto a su majestad el formulario.
Lo más grave, en mi opinión, es que esos proyectos desconocen totalmente cómo se hace la ciencia y cuáles son las dinámicas de su comunidad. Acá y en cualquier lugar del mundo, la unidad de trabajo no es la de grandes empresas sino la de grupos. La gran mayoría, pequeños; a veces, grupos de uno. El motor fundamental es la idea y el deseo de responder preguntas.
Se ha discutido la estrategia de ‘misiones’ para lograr grandes objetivos, como cuando Kennedy dijo que en diez años pisarían la Luna. Lo que no se puede olvidar es que esas misiones no son más que convocatorias, y que solo tienen éxito cuando hay una comunidad diversa capaz de responder con ideas y trabajo.
Hace un tiempo, en alguna columna, usé el símil del iceberg. La punta del iceberg solo sobresale porque tiene un 86 por ciento de masa sumergida que no se ve. Uno no puede irar la punta sin esa base.
Los científicos saben que tienen que competir por los recursos, pero el sistema se derrumba cuando los grupos mueren de inanición y los científicos se dedican a otra cosa, que sí sea posible. La tarea de los presupuestos corrientes de ciencia es mantener y fomentar esa comunidad y su diversidad; los países exitosos lo saben. No es posible tener éxito en ciencia y tecnología sin amor constante.
MOISÉS WASSERMAN
@mwassermannl
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