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Mis cuatro elementos

De tanto cantarle a la muerte se me ha hecho que soy un habitante del cielo.

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COLUMNISTA Y POETAActualizado:

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Después de pasar 33 días postrado en una clínica bogotana y en el cuarto de huéspedes de mi hija, a consecuencia de un ataque de pancreatitis aguda causada seguramente por la ingesta del vino que me inspira este tipo de frases, que obligó a una cirugía inmediata de la vesícula que era la que envenenaba al otro órgano, retorno a mi Montaña mágica, casa que me cayó del cielo en Villa de Leyva, que es otro cielo, con mi biblioteca borgiana que es otro, si cabe, mi pinacoteca que trepa por las paredes, mi musicoteca rocanrolera más mis dos perros que laten noche tras noche a la luna en menguante o creciente, nueva o llena, facilitando mi sueño.
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Regreso conducido por mi mujer, que no solo maneja la camioneta recién lavada, las finanzas con su fineza, la escoba que barre por parejo piso, paredes y techo, cada objeto sagrado, reliquioso o popartístico que se mueve en la estancia porque aquí hasta lo inanimado tiene alma, el fluir de la vida en las matas que crecen y las horas precisas de mi pastillaje, porque contra todo enemigo malo de la salud tengo el preventivo. Si no fuera por ella dónde estaría, como me pregunto cada vez que salgo de viaje.
Pues bien, aquí estoy, dispuesto a retomar posesión de esos cuatro elementos de los que están constituidos el mundo de afuera y este de adentro, en la hectárea cuadrada reforzada por tanto cedro y tanta corpúsculo vegetal gigantesco que todavía no sé nombrar. No soy Humbold. Esos que desde Platón y Aristóteles nos vienen comiendo el seso: tierra, aire, agua y fuego. Y pare de nombrar, porque el éter, que hacía parte del complejo, fue eliminado por los sabihondos.
Aquí estoy, dispuesto a retomar posesión de esos cuatro elementos, en la hectárea cuadrada reforzada por tanto cedro y tanta corpúsculo vegetal gigantesco que todavía no sé nombrar.
Lo primero que hago es pisar la tierra de la que brotan tantas hojas de hierba que exceden a las de Whitman, salpicadas por esos dientes de león que tanto me exaltan. Esta tierra tan buena que pondría fin a nuestra pena, si la tuviéramos. Pasa que de tanto cantarle a la muerte desde que llegué a este paraíso se me ha hecho que soy un habitante del cielo. El tema se me impuso en vista de que nunca lo había tocado.
Y lo bueno fue que la pelona se espabiló. Revisando lo que he escrito en los últimos seis o siete años encuentro casi cien textos de coqueteos deletéreos que, en virtud de la falsa muerte que me aplicaron por error los medios, seguramente punzados por la huesuda, ahora el editor de Planeta Diego Garzón quiere que los saquemos a flote. Nadie sabe para quién trabaja, ni siquiera la muerte, con la que sigo de migas.
Alzo los ojos con todo y nariz al cielo para recibir el aire que se cuela por mis pulmones a cada respiración repetida. Es un aire mucho más suave que el de la ciudad de donde regreso. Siento no sólo el nitrógeno y el oxígeno, sino el dióxido de carbono, el neón y el helio que me refrescan el aparato. Aspiro hasta lo más hondo que alcanzo y siento como si una iluminación oriental me alcanzara.
Una vez vuelto a tierra abro las llaves de los aspersores para bañarla después de rociar el aire, veo que mi mujer esgrime la manguera para darle brillo a nuestro infatigable batimovil y me meto de lleno a la tina donde abro al tiempo los grifos de agua caliente y perfumada, y enjabono mi anguila todavía plena de voltios. De la pequeña biblioteca que la circunda tomo el tomo de exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica, El río, de Wade Davis, traducido por Nicolás Suescun, otro amigo que me dejó. Y leo hasta sentir que soy devorado por las pirañas. Al cerrar los aspersores se desploma una lluvia desacompasada que irriga cada una de las hojas de los árboles milenarios y filtra una gotita de agua sobre mi cabeza que hace la siesta. Es la lluvia que estrena el invierno, que bien se estaba necesitando, dice madame.
Al llegar la noche en puntillas lleno la chimenea de troncos fornidos y ramas menudas. Y auxiliado por un periódico viejo les prendo fuego con un fosforito. Disfruto del alegre chisporroteo y de las llamas que se empinan y me imagina el humo que sale a esparcirse en el aguacero. Como no queda más qué hacer mi mujer y yo nos damos un beso.

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