Hace ya más de una década, Zygmunt Bauman, el sociólogo y filósofo que tantas luces ha arrojado sobre la sociedad en la que vivimos, nos explicaba cómo las redes sociales hacen de los humanos productos. Primero pones tu mejor cara, posas para la foto, creas un ‘setting’ perfecto, ensayas, una y otra vez, hasta conseguir la imagen adecuada y, ¡clic!, la haces pública, te lanzas al aire, te pones en el escaparate, a competir por ‘likes’ frente a otras sonrisas de dientes blancos, entre otras habitaciones con papel de colgadura, con vista al mar, con decoración ‘vintage’, en un ambiente hípster, con un ‘look hippie’ chic.
Te sube la adrenalina cuando ves que ya tu imagen les gusta a más de cien, entonces quieres otra, pero esta vez no tienes tanto éxito, entonces piensas en un eslogan, una frase que atrape, que enganche, que suena interesante sin ser densa... y vuelves a intentarlo una vez, y otra más, porque esto de venderse toma tiempo, claro, te ocupa mucho espacio en tu cabeza.
Y es que hay que ser creativo, original, único, especial, hay que ganarles a los demás, porque en esta lucha por la supervivencia de las especies en la etapa caníbal del capitalismo salvaje sentimos que, si no le gustamos a otros, así sean otros que nos caen mal, que no nos interesan, si no les gustamos, pensamos, sentimos, que estamos condenados a desaparecer. Sí, a desaparecer. Como si no estar en el escaparate, en la vitrina, en el mostrador, al alcance de la mano de todos y cualquiera, para ser manoseados, toqueteados y olvidados, nos quitara el aliento de vida. Ya sé. Es patético. Pero no se preocupe, querido lector, querida lectora, que la cosa se pone peor, ja.
Porque después de convertirnos en cosas, en cosas humanas, utilitarias, valiosas solo por su aspecto, su etiqueta, su empaque, ¿cómo podía empeorar? Pues resulta que, no contentos con esto, hemos conseguido darle otra vuelta de tuerca a esta enfermiza megalomanía consumista: el último grito de la moda es humanizar las cosas. Sí. Como lo oyen. Ahora las cosas son humanas. Ya que los humanos nos cosificamos, ¿por qué no iban a humanizarse los productos? La verdad es que tiene todo el sentido del mundo.
Primero fue el fenómeno Barbie, donde la empresa dueña de la muñeca-sexi-graciosa-buena esposa-pero no idiota convierte un anuncio en una película entera. Y así, la rubia ‘light’ pasa a convertirse en un ícono de la emancipación femenina. Por favor. Y se convierte en un fenómeno mundial de taquilla, y ahora todos queremos tener una Barbie otra vez, porque además ya no es más una niña-mujer-rosa-con pechos como melones, ahora es una guerrera, una amazona, un estandarte del feminismo. Por favor. La verdadera expresión para hablar de esto es ‘product placement’. Tan sencillo como eso.
Y, por supuesto, como nada se mueve más rápido en este mundo que el capital y su apetito insaciable, la acompaña ‘Flamin’ Hot’, la película basada en la historia de los Cheetos picantes, dirigida por Eva Longoria, donde se narra la increíble historia de Richard Montañez, un inmigrante mexicano que empezó de pandillero para ir escalando en todos los trabajos imaginables hasta terminar convertido en el gurú que creó el “sabor de la comunidad mexicana”.
Como estas dos, también están la de ‘Tetris’, BlackBerry; los tenis, llamada ‘Air’. De esta manera, ya no solo tendremos que ver anuncios antes de la película, las películas mismas son el anuncio. Así que vale preguntarse: si las personas podemos ser productos, ¿por qué los productos no pueden nutrirse de valores épicos, propios de los humanos, cargados con su propio aliento, su propio espíritu? Estamos entrando en una fase del capitalismo heroico, donde los productos, como antes los humanos, tienen valores propios. Es aterrador, sin duda. Más aún cuando uno piensa que esta “nueva era” apenas comienza.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes