Claro. Entre todas las alternativas que nos ofrece el coronavirus, la menos atractiva es contagiarnos y morirnos. Pero antes de este extremo hay estaciones intermedias incómodas, injustas y humillantes, como las medidas que mantienen vivos pero encerrados a los adultos mayores. Sobre su situación, lo más gráficamente se lo oí a Humberto de la Calle, cuando vuelve a ser el delicioso nadaísta que es: “Antes regresa a la calle Uribito que los mayores de 70”. O la de una amiga que me dijo: “Les va mejor a los perros, que pueden salir dos veces diarias. Nosotros, solo tres por semana”.
Sin distingos de edad, a los demás nos ha tocado aprender a medio cocinar, a medio trapear, a medio planchar, a medio lavar la ropa, a medio despercudir. Nunca esta asesoría presencial de nuestro querido servicio doméstico había sido más necesitada, más valorada ni requerida con un mayor cariño que en medio de esta cuarentena. La primera semana de la ausencia de estas hadas del hogar, hasta uno la invierte de buen grado en descubrir rincones sucios, a los que nunca llegan los cepillos de las hadas; o en ordenar anaqueles, o en descubrir nuevas piezas desportilladas de la vajilla, o en botar frascos vencidos de conservas. Pero cuando estas actividades hogareñas emparejan con el cuidado del marido, de los hijos, de sus tareas y de las labores de oficina por teletrabajo, más de una semana de cuarentena comienza a pintar devastadora.
Desde luego, hace una falta vital poder salir a un restaurante a departir con amigos. Y, aunque varios han hecho reingeniería ofreciendo sus servicios a domicilio, no puede ser lo mismo –y en eso se están equivocando varios de esos restaurantes– pagar 70.000 pesos por un ‘steak’ pimienta que llega frío a la casa en una caja de icopor que el que le llega caliente a su mesa, con el término a punto, acompañado de su copita de vino rojo.
Pero debo confesar que el objeto de esta columna, además de rendir homenaje a las empleadas domésticas y a los restaurantes y a sus meseros, que nos hacen mucha falta, tiene un objeto específico. Homenajear a las peluqueras(os), manicuristas, coloristas de los salones de belleza, uno de los sectores más castigados económicamente en esta pandemia.
La inspiración me la cuajó en el alma el propio ciclista Rigoberto Urán, famoso por su frondosa cabellera que ha bailado al ritmo del viento en los Alpes ses. Pues Rigo resolvió medírsele a un “corte casero” de su señora, y ella... lo trasquiló. Las instrucciones de Rigo para salir avante de esta aventura tampoco eran sencillas. Sonaban más a coordenadas para encontrar una caleta de las Farc: “Hágale suave, solamente con la 3 por toda parte, no se ponga a ‘chimbiar’ con eso. Con la 3, no me vaya a meter más nada. De abajo hacia arriba, mi amor. De a poquiticos para que haga todo en orden”.
El resultado de la peluqueada de Rigo fue pavoroso. No quiero repetir aquí la frase que le aplicó a la pobre señora. Ahora acepta que tocará “quedarme callado pa’ que no me casquen”.
Luego ha venido el desfile de mis amigas por Zoom o WhatsApp. En aventuras de tintes caseros, ha habido de todo. Unas rubias a las que me ha costado trabajo reconocer, unas castañas que no han dejado de llorar en 48 horas, alguna a la que le quedaron unos mechones verdes, o el extraño caso de mi hermana, a quien la frente le quedó negra y la coronilla, cubierta con las nieves del tiempo.
‘El Nuevo Siglo’, conmovido por la situación de las señoras que no queremos que nos descubran a destiempo el verdadero color del pelo, nos envía un mensaje aún por comprobarse: “Tinturarse en casa es posible y más sencillo de lo que parece, pero antes de intentarlo, tenga en cuenta los diez errores más comunes”. No leer las instrucciones de la caja. Escoger el tono que no es el suyo. Comenzar siempre por la raíz. Dejar el producto más tiempo que lo indicado. Tinturar con el cabello muy sucio, o muy limpio. Ponerse la mejor blusa para el tinte. Enjuagarse con agua muy caliente. O hacerlo en el lavaplatos, donde lo más probable es que le quede la mitad de la cabeza sin juagar.
En cuanto a mí, estaba tentada a invertir la cuarentena en descubrir el color de mi propio pelo, y ensayar a vivir con ese nuevo ‘yo’. Pero cuando mi ángel doméstico, de nombre Luz Marina, pasó hace unos días por mi casa a traerme unas cositas urgentes del mercado, me lo dijo de frente: “Doctora, tiene el pelo inmundo”. Margarita, Socorro, Humberto, Gladys, Cilia, Mauricio, Janet. Hagan algo por mí. ¡El asunto es de vida o muerte!
Entre tanto... Absténgase de ensayar las múltiples recetas que recomiendan por YouTube, incluyendo la sorprendente de cómo tinturarse para siempre.
MARÍA ISABEL RUEDA