Sobresalir es más fácil cuando todo el mundo alrededor es menos bueno que uno. Esto es cierto en todos los espacios y dimensiones en los que uno quiera medirse. En el estudio, los deportes, las habilidades para escribir, cantar, tocar un instrumento, cocinar o realizar cualquier trabajo. Cuando no hay nadie con quien competir, la vida es más cómoda. Pero la ausencia de competencia es también peligrosa, porque engaña sobre la calidad de lo que brilla. Ser el mejor del curso en una institución educativa donde la capacidad y el esfuerzo de los compañeros no representan un reto para el esfuerzo propio, puede traducirse en una frustración inmensa al momento de buscar ingreso a una buena universidad o un buen trabajo. De repente uno se encuentra con que no es tan bueno como creía.
Excepcionalmente hay personas a quienes pone en movimiento un motor interno poderoso. Pero la mayoría necesitamos algún grado de presión externa para dar lo mejor de nosotros mismos.
Algo similar ocurre en el sector productivo: la ausencia de competencia suele estar asociada con bajos niveles de esfuerzo que se manifiestan en el uso de tecnologías obsoletas. Empresas de baja productividad que sobreviven porque la falta de competencia les permite trasladar a los consumidores unos costos excesivamente altos a través de los precios. La ausencia de competencia resulta siempre en precios más altos de lo razonable, y en ganancias injustificadas para los propietarios. Y desincentiva el esfuerzo en innovaciones para mejorar la productividad.
Para que crezcan nuestras economías y haya recursos con los cuales generar un bienestar más amplio, es necesario cambiar la senda de baja productividad en que nos encontramos.
He estado en espacios donde el concepto de productividad se asocia con neoliberalismo y todo lo indeseable del capitalismo de mercado. Hay que evitar a toda costa el estigma, uno de tantos que dividen nuestras sociedades y nos autodestruyen. La productividad no es otra cosa que el resultado de la mejor receta para producir algo. El uso de los mejores ingredientes en la proporción indicada para contener los costos y mejorar el producto. Cualquiera que haya cocinado alguna vez sabe de qué hablo. Nadie quiere usar más huevos de los necesarios para cocinar un pastel, ni una proporción errada de azúcar y harina. Y todo el mundo quisiera obtener ingredientes de la mejor calidad al menor costo posible. Luego piensen en lo que gana al mes un pastelero experto, que produce y vende el mayor número posible de pasteles por día, comparado con aquel al que día de por medio se le queman los pasteles: a veces se nos olvida que los trabajadores más productivos reciben mayores ingresos.
Para que crezcan nuestras economías y haya recursos con los cuales generar un bienestar más amplio, es necesario cambiar la senda de baja productividad en que nos encontramos. Mejorar los niveles de competencia con los que operan nuestras industrias es, por lo mismo, inaplazable. La competencia es esa presión externa que necesitamos para ser mejores. Para poder competir en los mercados internacionales con nuestros productos, enfrentar sin rompernos la competencia de las importaciones, y tener una oferta interna de productos y servicios a precios asequibles para todos.
Un primer paso es, por supuesto, tener una política y una autoridad de competencia que desalienten los intentos de las empresas más grandes por reducir la competencia que enfrentan a través de artimañas como, por ejemplo, los acuerdos de precios. Otro es revisar los marcos regulatorios para eliminar las medidas que limitan artificialmente la entrada de nuevos competidores. Y el más importante es concentrar esfuerzos en mejorar la capacidad de competir de nuestro sector productivo. Invertir seriamente en generar una capa importante de negocios pequeños y medianos productivos con vocación de crecer y generar empleo asalariado. Mientras no exista, los mercados de América Latina seguirán caracterizados por precios altos, rentas de monopolio, baja productividad y el riesgo de no aguantar el embate de la competencia creciente en un mundo cada vez más globalizado.
MARCELA MELÉNDEZ