Algunos gobiernos estatales en los Estados Unidos han prohibido recientemente el uso de teléfonos móviles en los colegios. El resultado casi inmediato es la reactivación de los intercambios no virtuales entre niños y jóvenes. Personas que vuelven a hablar sin la intermediación de un aparato y que se involucran en juegos durante los recreos. Lo que solía ser normal en la etapa escolar para las personas de mi generación y se ve ahora como una cosa del pasado.
Las razones para eliminar el uso de estos aparatos durante la jornada escolar son múltiples. Pero tres sobresalen. La primera es que el permanente a las tonterías que propagan las redes –videos de todo tipo en YouTube, conversaciones con fotos que desaparecen de manera instantánea en Snapchat, microvideos de “influenciadores” de múltiples índoles en TikTok, etcétera– distraen la atención de los estudiantes, al punto de retrasar su aprendizaje en el corto y, tal vez, en el largo plazo. La mala educación escolar se traducirá luego en baja probabilidad de entrar a un programa de educación terciaria de buena calidad y en malas condiciones de enganche en el mercado laboral. La responsabilidad del déficit en calidad de la educación escolar no es solamente de la distracción en que se convierten los teléfonos móviles, por supuesto. Pero cualquier esfuerzo de mejora en la calidad de la educación que se imparte se verá afectado si el estudiante no está mentalmente presente en el salón de clase.
La segunda razón es que las interacciones virtuales a través de WhatsApp y los medios sociales se nutren con demasiada frecuencia de la monstruosidad que habita en lo profundo de los seres humanos, incluso los más jóvenes. Esa que permite deshumanizar al otro sin pensarlo dos veces, y se fortalece a costa de romperlo, a través de la burla, o simplemente haciéndolo invisible como miembro del grupo al que pertenece. Los teléfonos móviles en los colegios se vuelven herramientas al servicio de lo peor de los seres humanos, cuando sirven para sumir a algunos en una profunda soledad. En la etapa en que tendrían que sentirse más protegidos para poder, más adelante, como adultos, enfrentar con resiliencia los dolores inevitables de la vida, muchos niños y jóvenes están siendo víctimas del mal uso de las tecnologías que permiten la comunicación instantánea. En manos de mentes inexpertas aún para dimensionar el daño que pueden causar, esas tecnologías están asociadas con la depresión, la ansiedad y otras enfermedades mentales cada vez más frecuentes entre menores de edad.
Estamos criando personas cada vez menos interesantes, más centradas en sí mismas, y dedicadas exclusivamente a la curaduría de sus fachadas virtuale
La tercera razón es que estamos criando personas cada vez menos interesantes, más centradas en sí mismas, y dedicadas con exclusividad a la curaduría de sus fachadas virtuales. Personas que no saben relacionarse realmente y con profundidad con otras, en parte porque forjar esas amistades que lo acompañan a uno por siempre requiere presentarse al otro tal cual uno es. Con la vulnerabilidad que representa revelar la fragilidad propia.
El uso de estas tecnologías nos sobrepasa también a los adultos. Nos hemos vuelto incapaces de darle al otro nuestra atención concentrada. En los salones universitarios los estudiantes adultos sacan sus teléfonos y en los auditorios, frente a un conferencista, los mayores hacemos lo mismo. En las reuniones sociales nos perdemos de la conversación para revisar nuestros aparatos. Ignoramos a nuestros padres e hijos mientras los tenemos al frente, dándoles, sin pensar, el mensaje de que alguien o algo más es más importante que ellos. Imagínense una versión potenciada de esto –nuevas capas de sociedad que no han tenido nunca la experiencia de otra cosa–.
“La atención es la forma más rara y pura de la generosidad”, dice Simone Weil. Con el ruido y las formas de la vida moderna cada vez son más escasas las oportunidades de experimentarla.
MARCELA MELÉNDEZ