Apelar al pueblo ha sido sueño y pesadilla de los gobiernos. Las decisiones directamente en manos de los ciudadanos parecen más legitimas. Desde la Ley Hortensia en el siglo II A. C., la consulta a la plebe se ha usado y abusado. Hay consultas positivas, como la separación noruega de Suecia en 1905. Y otras con resultado impensable y contraevidente, que sacude el andamiaje político, como el referendo perdido en 2016 sobre los acuerdos de paz con las Farc. Al plebiscito han acudido confiadas democracias y autocracias, socialistas chilenos para cambiar la Constitución, y españoles para ingresar a la Otán; conservadores para sacar al Reino Unido de la UE.
Los plebiscitos se han ido convirtiendo en mediciones de la coyuntura política. Sus resultados son interpretados no solo a la luz de los temas consultados, sino como refrendaciones o rechazos al gobierno, a la oposición, o a las decisiones que ese gobierno tomará después de la consulta, así no tengan nada que ver con lo consultado. Si se hacen sobre expansión del territorio implican, para el que no apoya a un gobierno, un dilema ciudadano terrible: si voto sí, apoyo a un gobierno que no quiero; si voto no, estoy traicionando a mi patria. Así forzó Rusia las consultas en la Ucrania invadida.
El próximo domingo se votará en Venezuela un plebiscito de cinco preguntas sobre el territorio guyanés del Esequibo, que aquella reclama por fuera de la Corte Internacional de Justicia, la cual rechazó las excepciones previas de Venezuela y está en plan de fallar de fondo. Guyana le solicitó medidas cautelares contra la consulta que ya fueron a audiencia.
Las reservas probables del área reclamada se han estimado en alrededor de once mil millones de barriles de crudo, menores que las de nuestro vecino, de Arabia Saudita o Kuwait, pero que han llenado de expectativas al mercado dada la velocidad con la que han crecido desde 2021. Recordemos que las reservas colombianas son la quinta parte de esta cifra, y a la baja por la salida de numerosos taladros de exploración.
Guyana, con el lema ‘Un pueblo. Una nación. Un destino’, sabe que el plebiscito contra el 75 % de su territorio es una amenaza existencial. La controversia es enredada, como todas las que nos dejó el Imperio español, cuando cedía a quien fuera sus colonias en América, África o el Pacífico, para arreglar una sucesión, una derrota militar o un déficit en las arcas reales.
Primero española, luego holandesa, británica y hoy independiente, limita con Brasil, con Surinam, la excolonia holandesa que también reclama territorio guyanés al sureste, y esta con la Guyana sa, aún colonia gala. La delimitación con Venezuela fue reglada en París por laudo arbitral en 1899, vigente y salpicado de dudas. En 1966, Venezuela y el Reino Unido firmaron un acuerdo en Ginebra y en 1970 un protocolo de este en Trinidad y Tobago, para dirimir o diferir el pleito territorial. Guyana se fue a la CIJ porque Caracas optó por un inaceptable “todo o nada”. El Caribe, donde Venezuela corre el riesgo de perder influencia, apoya a Guyana.
Venezuela tiene el manejo del crudo a cargo de Chevron, que se salvó de las sanciones norteamericanas; Guyana en el Esequibo marítimo a cargo de Exxon, titular de la explotación petrolera. A través del petróleo EE. UU. entra entonces al baile de la democracia venezolana y al de la soberanía guyanesa.
El Esequibo lidia con drogas, minería y migrantes ilegales. Brasil se pregunta qué le sería más conveniente. Los habitantes, que el plebiscito pretende nacionalizar venezolanos sin haber estado nunca bajo autoridad venezolana, hablan inglés y dialectos locales.
Revolverle populismo al Esequibo es peligroso para los intereses colombianos en sus diferendos aún vivos, y para los de las naciones, cada vez más pocas, que creen en la solución pacífica de controversias.
Según la propaganda de Maduro, el Esequibo es “por donde sale el sol venezolano”.
La Guajira, es por donde se oculta...
LUIS CARLOS VILLEGAS