Yo no sé quién le habrá dicho a Gustavo Petro que si aparecía blandiendo un lápiz en sus presentaciones públicas sus discursos podrían adquirir algún halo de credibilidad, o que gracias a ese humilde instrumento sus argumentos llegarían a sonar más convincentes. Si esa era la intención de los que le vendieron al Presidente semejante idea, lamento mucho informarle que esa platica se perdió, pues lo único que consigue es distraer a la audiencia, que en vez de prestarle atención a lo que dice, termina pendiente de los erráticos movimientos de la noble herramienta.
Por eso, como consumado y consumidor agradecido de este lindo objeto, quiero hacer una defensa del lápiz, que tantas satisfacciones me ha dado en la vida, pero al que, por cuenta de las divagaciones presidenciales, algunos ya le están buscando injustamente un significado político que no tiene.
Para el efecto, desempolvo unas reflexiones que hice hace unos años, después de conocer el castillo/fábrica de Faber-Castell en Stein, un pueblito cercano a Núremberg, en el sur de Alemania, en donde pude seguir con todo detalle la elaboración de ese modesto y poderoso instrumento.
Tengo que empezar por decir que es un placer indescriptible ver cómo, en un fascinante proceso, unas tablitas de madera terminan convertidas en lápices. De hecho, en esa inolvidable visita me enteré de que la hechura de ese prodigioso utensilio requiere 180 pasos, que el grafito es un mineral –no un vegetal– y que la marca Faber-Castell lleva el acento en la última sílaba. Pero lo más importante de todo fue descubrir que un lápiz, más que un elemento de escritura o de dibujo, es una herramienta de creación.
En manos de Petro, un lápiz parece la batuta de un director bisoño que conduce una orquesta desafinada.
De hecho, sería imposible imaginar cuántas grandes obras del arte universal comenzaron con un lápiz; con ese mismo artefacto inventado en el siglo XVI y utilizado en la actualidad –en plena era de la inteligencia artificial– por pintores, escritores, carpinteros, arquitectos y músicos para esbozar sus proyectos o escribir sus reflexiones.
Incluso, después de ver a Bill Gates anotando con un lápiz las preguntas que le hacíamos los periodistas en una rueda de prensa, no me cabe duda de que son muchos los matemáticos, filósofos o científicos –además de compositores, ingenieros y diseñadores– que toman sus apuntes con ese mismo instrumento, en un hábito que comparten con los niños pequeños, que suelen representar sus primeras ideas a punta de lápiz.
En consecuencia, no es de extrañar que, con tantas virtudes asociadas al lápiz, un político curtido y sagaz como Petro resuelva adoptarlo como amuleto. El problema es que, en el metaverso que tanto frecuenta, el mandatario debe suponer que al infatuar sus discursos con un lápiz sus disparates adquieren un carácter pedagógico o académico, a pesar de que la retórica presidencial va en contravía del espíritu productivo y formativo de quienes suelen utilizar los lápices.
No obstante, duele ver que un dirigente político, en un arranque de fantochería, haya resuelto usurpar un objeto tan especial, que al vaivén de sus torpes movimientos parece la batuta de un director bisoño que conduce una orquesta desafinada. En otras palabras: a muchos que utilizamos el lápiz para rayar, escribir o dibujar nos resulta chocante ver cómo Gustavo Petro lo esgrime como si se tratara de una espada.
Y aunque a estas alturas del partido sería inútil pedirle al Presidente que en sus efervescentes y surrealistas discursos prescindiera del lápiz, lo mínimo que deberíamos esperar es que lo empleara con el mismo respeto con el que lo manejamos los que lo usamos para crear y enseñar, o simplemente para trabajar día a día, en vez de convertirlo en un elemento ideológico; en un vulgar artículo de propaganda.