El hambre es un problema que, hasta hace poco, estaba oculto, ya sea porque lo creíamos resuelto o porque nos acostumbramos a él. Pero sentir hambre es una de las sensaciones más inhumanas posibles. Afecta a la población más vulnerable: a aquella que tiene menos ingresos, a las mujeres, a los indígenas y a las familias rurales.
Según la FAO, entre 720 millones y 811 millones de personas padecieron hambre en 2020, es decir, el 9,9 % de la población mundial. Paradójicamente, la subalimentación convive con la obesidad y el desperdicio. En el mundo, alrededor del 5,7 % de los niños menores de cinco años tienen sobrepeso (38,9 millones). Además, anualmente se desperdicia un 17 % del total de la comida consumible (931 millones de toneladas de alimentos).
En el ámbito nacional, las cifras también son alarmantes. Según el Dane, antes de la pandemia, el 90 % de los hogares consumían tres o más comidas diarias, pero para septiembre de 2021, esa cifra se redujo al 70,9 %. Según un estudio de Abaco y la Andi, el 54,2 % de los colombianos viven en inseguridad alimentaria y 560.000 niños y niñas padecen de desnutrición crónica. Además, anualmente se pierden 9,7 millones de toneladas de alimentos.
En los niños, la malnutrición genera retrasos irreversibles en el desarrollo físico y cognitivo. Desde el punto de vista físico, se manifiesta en estatura demasiado baja para la edad y delgadez excesiva para la altura; condiciones que traen consecuencias importantes en la salud pública posteriormente.
Es incomprensible cómo en un país con vocación agrícola y llamado a convertirse en la despensa del mundo siga existiendo hambre.
Por su parte, la malnutrición impide que las sociedades desarrollen todo su potencial a causa de sus daños cognitivos. El ‘Índice de desnutrición crónica 2020’ señala que niños mal alimentados desarrollan en su vida adulta 14 puntos menos de coeficiente intelectual, cinco años menos de escolaridad y 54 % menos de ingresos.
El nobel de economía James Heckman asegura que cada dólar invertido en un niño en la primera infancia le ahorra a la sociedad entre 7 y 21 dólares en el futuro. Sus beneficios exceden, con creces, sus costos, ya que obtenemos frutos en logros educativos, generación de ingresos, productividad e, incluso, reducción del crimen; asimismo, se disminuyen los gastos futuros en aspectos como el refuerzo escolar, la salud y el sistema penal.
Atender esta situación exige pensar en soluciones estructurales que ayuden a resolver el problema más allá de las respuestas paliativas y asistencialistas de siempre, que se enfocan en distribuir alimentos a los que los necesitan, reforzando así la debilidad de los más vulnerables y haciéndolos cada vez más dependientes del Estado.
Entre las causas estructurales del hambre están el cambio climático, la existencia de conflictos armados, la pobreza y la alta dependencia de las economías en productos básicos como el petróleo. Para el caso colombiano, la corrupción y la ineficiencia del Estado también son determinantes. Se suman la inflación y la tasa de cambio, que encarecen los alimentos y llevan incluso a desplazar el consumo de productos nutritivos hacia otros menos saludables; además de los problemas de productividad y eficiencia de los canales de distribución y comercialización que afectan el desarrollo agrario.
El hambre es un problema de Estado que hay que poner en los primeros lugares de la agenda pública. Desde el punto de vista político, se puede convertir en un detonador de todo tipo de conflictos y estallidos sociales. Es incomprensible cómo en un país con vocación agrícola y llamado a convertirse en la despensa del mundo siga existiendo hambre. Sumada a las consideraciones humanas, se trata de una inversión tan rentable como la educación y la digitalización.
JULIANA MEJÍA PELÁEZ