Durante la larga negociación del acuerdo entre el gobierno Santos y las Farc –negado por la mayoría de colombianos que votaron en el plebiscito y resucitado por la puerta de atrás con pupitrazos untados de mermelada– las víctimas de las Farc fueron maltratadas, discriminadas, escondidas, tergiversadas y amenazadas.
A pesar de la contundencia de sus desgarradores testimonios, a las víctimas de las Farc las minimizaban en las mesas de diálogo, las excluían de los grupos de conversación e ignoraban olímpicamente sus solicitudes para que su voz fuera escuchada.
Todo era parte de un tinglado para inocular, por vía intravenosa, a todos los colombianos una narrativa según la cual el perverso Estado era el responsable de todos los males que padecemos desde la creación, mientras unos heroicos Robin Hoods luchaban por el pueblo maltratado.
Y ya, gozando de todos sus privilegios, han redondeado su florido ciclo argumental y acaban de autoelevarse a la categoría de víctimas en una transmutación en la que pretenden dejar de ser los sangrientos y crueles victimarios responsables de crímenes de lesa humanidad, crímenes atroces, crímenes de guerra y toda clase de crímenes impunes aún, para ser –¡válgame Dios!– unas desvalidas víctimas a las que el Estado debería indemnizar.
Según esta pretensión insólita, a las valerosas mujeres de la Corporación Rosa Blanca, por ejemplo, habría que explicarles que es con los recursos que deberían destinarse para ellas, pero que nunca han llegado, que se debe indemnizar a sus verdugos que las reclutaron siendo niñas arrancándolas de sus hogares, que les arrebataron su niñez, que las alejaron desde sus 8 o 10 o 12 añitos del amor de sus padres, que las violaron y las volvieron a violar, que las embarazaron y las volvieron a embarazar y que luego las hicieron abortar una y otra y otra vez.
Pero el problema no termina ahí. Apenas comienza. Tan pronto usurparon la legítima bandera del apoyo a las víctimas para convertirla en un manoseo populista, oportunista y politiquero, empezaron a ver a las víctimas no simplemente como sujetos para reparar sino como votantes y electores futuros.
Lo que se erigía como una necesidad patriótica en torno de la importancia de tramitar una buena ley de víctimas se fue ensuciando en el recorrido parlamentario hasta convertir a las víctimas en objeto de seducción electoral ofreciéndoles lo incumplible, lo impagable y lo insostenible.
Y el tema explotó. Hizo crisis. Las mentiras no aguantaron más. Los engaños salieron a flote. Según las cuentas del presidente Petro presentadas en la última semana, al ritmo que vamos y las disponibilidades fiscales, la indemnización de las víctimas del conflicto tardaría aproximadamente 150 años. Es decir, los tataranietos de las víctimas de hoy, por allá en el 2173 estarían recibiendo sus indemnizaciones cuando estén ya muertas y bajo muchas capas de tierra las víctimas, sus hijos, sus nietos y sus bisnietos.
Aunque la propuesta del Presidente fue rechazada al unísono por la academia económica por razones asociadas con peligrosos efectos macroeconómicos, con riesgos frente a la separación de poderes y con la amenaza contra la independencia técnica del Banco de la República, no he escuchado ninguna alternativa de solución de ninguno de los alegres pupitreadores de la ley de víctimas, a ninguno de los beneficiarios de los esperanzados votos de las víctimas, a ninguno de los elocuentes calumniadores de quienes exigimos, sin éxito, responsabilidad fiscal en la aprobación de la ley. Calladitos están, ahora sí.
Que algo se ha avanzado, es innegable. Y un número importante de víctimas han sido indemnizadas. Pero que el grueso de las víctimas a este paso morirán sin recibir su indemnización también es claro. Por eso es menester pedir que no sigan engañando a las víctimas. Que no las usen más. Que no les mientan más. Que dejen de traficar electoralmente con sus ilusiones.
Y que se apliquen a construir responsable y diligentemente una alternativa realista y franca a este caos para superar este nuevo capítulo de la dolorosa serie colombiana sobre el Estado Mentiroso y los políticos que lo rondan.
JUAN LOZANO