Debo confesar que aunque me cayó siempre muy bien la Reina Isabel II del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y sus otros Reinos y Territorios de la Mancomunidad de Naciones –se queda uno impregnado de la solemnidad luctuosa e imperial de estos días–, ya al final las pompas de su eterno funeral me tenían abrumado, como si fueran los funerales de la Mamá Grande, solo que sin el Papa.
Eso sí: a la hora de conmemoraciones y grandes momentos Isabel sabía cómo tirar la casa por la ventana, con esa mezcla perfecta de grandeza y provocación, impecable gloria e ironía y desparpajo de la que solo son capaces los ingleses, una gente que tiene sus pedestales llenos de borrachos, piratas y novelistas. Cuando cumplió cincuenta años en el trono, hace veinte, la reina los celebró con un concierto de rock en el Palacio de Buckingham. Más punk no se puede.
Pero los largos días de esta triste y sentida procesión, si hemos de ser sinceros, fueron un poco excesivos; al final ya nadie sabía muy bien qué era lo que estaba pasando. En uno de los canales de la televisión inglesa, dedicados todos a transmitir las mismas escenas, faltaría más que no, sonó una voz misteriosa de una mujer que nadie supo de dónde salió y dijo: “La muerte es irreversible y ella está atrapada”, mientras el presentador, aterrado, seguía hablando.
A mí en cambio me conmovió Juan Carlos I de Borbón, rey emérito de España. Estaba sentado en la capilla de San Jorge, capilla de la Orden de la Jarretera, a la que pertenece, cuando le dio un ataque de risa, o eso es lo que parece en unas fotos del momento que se filtraron, y son imágenes casi irrefutables: el pobre rey allí sentado y muerto de la risa, valga la paradoja, mientras su familia lo mira furiosa y estupefacta.
Ya cuando voy a llegar a ese momento definitivo en el que uno nunca sabe qué hacer, por lo general me devuelvo, poseído por las carcajadas nerviosas y la angustia.
Yo eso lo sé muy bien, lo conozco de sobra, porque me pasa lo mismo que a Juan Carlos y en todo velorio, pero sin falta, me empiezo a reír desde antes de entrar y dar el pésame. Es más: ya cuando voy a llegar a ese momento definitivo en el que uno nunca sabe qué hacer, por lo general me devuelvo, poseído por las carcajadas nerviosas y la angustia, tratando siempre de evitar esa vergüenza y ese bochorno que son inexplicables.
¿Cómo les explica uno a los deudos lo que está pasando? No se puede, no hay caso. Porque además uno de los principios morales de la risa nerviosa, uno de sus fundamentos éticos y epistemológicos, es que cuanto más nos esforzamos por evitarla y conjurarla, por disimularla, lo cual es muchísimo peor, el descontrol resulta más grave y escandaloso, al punto de que nos volvemos un volcán en erupción: nos tiembla todo, no podemos parar.
Una abuela mía, hace años en Popayán, se entró a la sala que no era de una funeraria y lloró con el alma, diciendo que no con la cabeza y todo, al muerto equivocado; lo hacía con tanto sentimiento que muchos pensaron allí que era una familiar cercanísima o incluso una amante del difunto, hasta que ella, en medio de su dolor, se acercó al féretro y vio primero el nombre y después la cara: no los había visto jamás en su vida, salió de allí con discreción.
Es una situación horrible y la gente la sortea como mejor puede, qué se le va a hacer. Hay quienes en vez de dar las condolencias saludan como si nada y le preguntan al deudo que cómo va todo o lo felicitan o le preguntan detalles innecesarios y truculentos; una vez, en un pésame, oí una frase que es muy común y no deja de parecerme a la vez absurda, perversa y cierta: “Dios lo libró de cosas peores”.
Pero lo de la risa ante la muerte y sus rituales sí es otro nivel: solo los que estamos en esa cofradía incurable, la verdadera Orden de la Jarretera, entendemos lo que es.
Por eso, hoy más que nunca, quiero gritar: ¡la reina ha muerto, viva el rey!
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN