Los autores que más quiero, los que más me gustan, son para mí parte esencial de mi vida y de mi casa, como una familia que siempre está presente y al alcance de la mano. En ese sentido la lectura es casi una invocación espiritista: la magnífica posibilidad de convocar, cuando uno quiera, a esos amigos excepcionales y generosos con los cuales se puede hablar a toda hora, volver a las mismas historias, buscar consuelo y felicidad.
Hablo en general de todos los libros pero de manera muy particular de los de nuestros ídolos: los que más tiempo nos han acompañado o los que nos regalaron más alegría y emoción, los que nos cambiaron la forma de ver las cosas y estar en el mundo. Esos libros, y sus autores, van con nosotros; los llevamos dentro y basta pensar en su recuerdo para que una sonrisa nos inunde con su poder benéfico y reparador.
Es increíble: a veces tenemos una relación más cercana e intensa con esos seres casi irreales que son nuestros ídolos, que con gente a la que hemos visto toda la vida y conocemos bien. Lo que ocurre es que los ídolos son como esos ‘dioses del hogar’ que había en la Roma antigua, dioses de la casa a los cuales veneramos y que nos acompañan y que nos pertenecen solo a nosotros: los lares, los manes, los penates, los genios: nuestros santos.
De ahí la sabia advertencia de no conocer jamás, ojalá, a nuestros ídolos y dioses, porque su fuego nos puede quemar o decepcionar. Mejor que sigan habitando nuestro corazón y nuestra casa, nuestro iconostasio, y no verlos de cerca en sus miserias, su antipatía, su humanidad. Sin embargo, y es la verdad, no podemos evitar la tentación animista de tocarlos, buscar su cercanía, aunque sea fugaz, para impregnarnos de su arte y su misterio.
Él era el único de mis dioses que estaba vivo, el único con el que tuve la posibilidad doble de sentir la compañía de sus libros y la certeza de que en cualquier momento lo iba a volver a ver.
Debo confesar que en la literatura, no así en el rock ni en el fútbol, todos mis dioses tutelares ya están muertos y solo me encuentro con ellos en sus libros. Pero mi amor por Dickens o por Machado o por Tomasi di Lampedusa, digamos, es tan grande como si los hubiera conocido de verdad. También me queda el consuelo de que la muerte de todos ellos fue anterior a mi nacimiento, de manera que son como ancestros a los que uno adora en el álbum familiar.
A Álvaro Mutis, al que cada día quiero más, lo conocí solo por teléfono y por carta, y fue conmigo de una generosidad sin límites; de Antonio Caballero sí puedo decir que me hice amigo, y todavía recuerdo su cara de pavor una vez en una fiesta que me le tiré a darle un beso en la cabeza. Pero el domingo pasado, cuando una de mis hijas me dio la noticia de la muerte de Javier Marías, sentí una tristeza muy profunda, un vacío personal y desolador.
Entonces pensé en eso, que él era el único de mis dioses que estaba vivo, el único con el que tuve la posibilidad doble de sentir la compañía y la presencia de sus libros y la certeza de que en cualquier momento afortunado lo iba a volver a ver, porque las dos veces en que lo vi en mi vida fue de una gentileza abrumadora. En una de ellas hablamos de Chesterton y de fútbol, “dos pasiones ya manchadas que compartimos”, me escribió en uno de sus libros.
La otra vez que lo vi fue en Berlín, en el Festival de Literatura, que él inauguró con un discurso hermoso y magistral. Me tocó sentado a su lado antes de que subiera al escenario, y fuimos testigos de una de las escenas más aterradoras de la historia de la humanidad: un alemán calvo (no tengo nada contra los alemanes y mucho menos contra los calvos) cantando letrillas de García Lorca. Me dijo al oído: “Son una mentira, son chapuceros, nada funciona”.
El domingo pasado, al enterarme de su muerte, fue como si se me muriera un ser querido, porque eso es lo que era.
Ahora lo veré solo en mi iconostasio: el último de mis dioses ya está allí.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN