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Nostalgia del imán

William Gilbert explicó el funcionamiento del universo a partir de la idea: todo el mundo es un imán

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Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia, en la destruida Popayán de los ochenta, es la presencia constante de un imán, en realidad parecía haberlos en todas partes y en cada familia, siempre al alcance de la mano. Tanto que ahora me pregunto si eso solo ocurría allá, lo cual es muy probable porque todo el mundo es Popayán, y también me pregunto por qué ya no es así, qué pasó con los imanes, dónde están.
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Tales de Mileto decía que tenían alma, y es cierto: basta verlos arrancar las entrañas de la tierra, convocar con su poder la sustancia de la que está hecho este planeta. Se nos olvida que habitamos un imán gigante que gira sobre su propio eje, y en el siglo XVI un gran científico inglés, William Gilbert, médico de la reina Isabel, trató de explicar el funcionamiento del universo a partir de esa idea: todo el mundo es un imán, todo el mundo es Popayán.
No lo sé, pero antes teníamos un pasatiempo ya desaparecido que era el de desbaratar un radio para sacarle el parlante (“sacrificar un mundo para pulir un verso”), y todo por una razón a la vez práctica y poética: los parlantes de los radios, es cierto, incluyen por lo general un imán de alnico con el que se pueden hacer las maravillas más inútiles y hermosas, entre ellas la de recoger limadura de hierro del suelo.
¿Quién no lo hacía en el pasado? Yo creo que todos lo hicimos, y de verdad me intriga si hoy hay alguien que lo haga todavía. Me refiero al viejo ritual ese de acercar un imán a la tierra, a la Tierra, para sacudirlo luego sobre un papel, como si fuera una lluvia de estrellas. Y cuando uno movía el imán por debajo de la hoja lo que veía era un absoluto prodigio, la limadura de hierro que marchaba allí erguida y dispersa, los imanes tienen alma.
Para eso también sirven los imanes, para perderse. Para escribir sobre ellos con nostalgia, por qué no.
Un extraordinario científico y alquimista de la Edad Media, Pedro el Peregrino, en realidad Pedro de Maricourt, escribió todo un tratado sobre los imanes, la célebre Epístola sobre el magneto, de la cual dijo Roger Bacon que era el libro más curioso, estimulante, inteligente y bello que se había leído en la vida; por lo menos dijo que era el único tratado en verdad científico de su tiempo. Y no es para menos, allí está escrito: “Esta piedra del imán es un reflejo del cielo”.
O algo así se lee en el libro de Pedro el Peregrino, que se ocupa del uso que los navegantes les dan a los imanes para moverse por el mar y ubicarse en sus enrevesadas coordenadas, sus ásperos senderos. Pero más que por el mar, en realidad, los navegantes se mueven por el cielo; lo que los guía y lo que transitan son las estrellas: ese es el mapa que siguen paso o paso, para el navegante en la noche el cielo es un espejo.
Por eso fue tan importante la invención de la brújula, que pasó de manos chinas a manos árabes, aunque todo es siempre discutible, y así llegó al Mediterráneo, poco antes de que Pedro el Peregrino hablara de ella, en su tratado, para exaltar la felicidad y la utilidad de poder por fin saber dónde quedaba con exactitud el norte: ese punto brillante y casi inamovible que era la Estrella Polar, el faro de la Osa Menor que alumbra el camino.
Aunque hay una diferencia entre el ‘norte magnético’ de la Tierra, el que señalan las brújulas –por un error había escrito “las brujas”–, y el ‘norte geográfico’, el verdadero. Quien lo descubrió fue Cristóbal Colón en el primer viaje al ver cómo se enloquecía su aguja de marear mientras más se dirigía hacia el sur por el mar abierto; era como si los imanes perdieran su potencia, la Estrella Polar se iba borrando en el horizonte.
Colón no dijo nada y fingió que todo estaba bien; fingió saber para dónde iba, no tenía la menor idea.
Para eso también sirven los imanes, para perderse. Para escribir sobre ellos con nostalgia, por qué no.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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