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El buen salvaje

Por la riqueza y la belleza de su escritura, nadie influyó tanto en mi generación como él.

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Se acaba de morir Antonio Caballero, para mí el mejor prosista de la prensa colombiana en toda su historia. O no sé si el mejor, porque nuestra prensa tuvo siempre grandes prosistas, pero sí el que más dominaba las posibilidades expresivas de la lengua. Era muy raro ese metrónomo tan afinado de Antonio, pues tenía un pésimo oído. Alguna vez que García Márquez lo oyó cantar a voz en cuello un vallenato dijo aterrado: “Es el demonio”.
(Lea además: Ladran, Sancho)
Pero García Márquez, que lo adoraba, también decía que Caballero era el mejor prosista de Colombia, y además le tenía pavor porque le pescaba todos los gazapos de sus libros. La explicación que dio siempre Antonio de su estilo deslumbrante es que lo había forjado leyendo a los poetas de la generación de ‘Piedra y Cielo’: una prueba más, la mejor, de que no se puede ser un buen prosista sin la escuela de la poesía.
Bueno: también hay que decir que Antonio tenía una gran ventaja (¡y cómo usaba los dos puntos, y los paréntesis, y las enumeraciones!), y es que nació en una familia en la que los niños aprendían primero a escribir bien y luego a hablar. Por las venas de los descendientes de Julio Caballero no corría sangre sino tinta, y los nombres de Lucas, Eduardo, Enrique y Antonio Caballero son los de una literatura, no los de una familia.
A eso, a su talento impar con las palabras y la lengua y a su don natural y heredado, había que sumarle su descomunal erudición y su profunda sensibilidad estética. En suma, un maestro al cual muchos de sus mejores amigos, lo sé, le reprocharon siempre que no escribiera más. Él decía que uno escribe solo cuando tiene algo que decir, si no para qué. Es más: decía que esa es la única regla del arte, y que violentarla es una estafa intelectual y moral.
Solo Antonio Caballero tuvo la entereza de diseccionar sin compasión, con una lucidez y un humor implacables, las miserias de la vida colombiana.
Sobre eso también es su única novela, Sin remedio, una novela magistral y de culto que explora el tedio y la angustia de un poeta fallido que se da cuenta de que el lenguaje es siempre insuficiente para abarcar los equívocos de la realidad. Antonio se enfurecía (es una redundancia) cuando le decían que era una novela autobiográfica, pero escogió como título el mismo nombre de un ensayo brillante de Henry de Montherlant, su ídolo.
En ese ensayo, Sin remedio, Montherlant dice que no hay nada que al final colme del todo nuestros anhelos y nuestras esperanzas: ni el arte ni el placer ni la vida, nada alcanza para redimirnos del desastre y la ruina que los habita como una terrible promesa y una certeza. Si uno lo piensa bien, esa es la filosofía no solo de Ignacio Escobar, el protagonista de la novela de Antonio, sino también la suya, la de toda su obra.
¿Su obra? Sí: su novela y un par de cuentos, sus prodigiosas crónicas taurinas, su libro infantil, su historia de Colombia, sus columnas y sus caricaturas, que eran lo mismo: habrá quien diga que es una lástima que un talento así se hubiera desperdigado (y desperdiciado) en la servidumbre de la vida cotidiana y el periodismo, pero yo creo que nadie le puede reprochar nada a quien fue, por muchos años, el mejor en lo que hacía
.
Ahora todo el mundo lo dice todo y se cree muy original y muy valiente, pero durante décadas solo Antonio Caballero tuvo la entereza de diseccionar sin compasión, con una lucidez y un humor implacables, las miserias de la vida colombiana. Creo que por eso, y por la riqueza y la belleza de su escritura, nadie influyó tanto en mi generación como él. Un día se lo dije y me respondió con su cara de perro triste: “¿Así de malo soy?”.
A veces me escribía para comentar mi columna, casi siempre algún error gramatical o histórico. No había honor ni felicidad más grande para mí, eso también se lo dije una vez.
Y hoy se lo repito: gracias por tanto, querido Antonio. Gracias por todos sus años, querido maestro.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com
(Lea todas las columnas de Juan Esteban Constaín en EL TIEMPO, aquí)

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