Aquellos que saben de política (y hoy en día todos parecen saber de política) tienen un análisis de nuestra situación actual de alta polarización. Su análisis es, en pocas palabras, que somos tribales. Están equivocados, pero antes de demostrar por qué, hay que aclarar lo que quieren decir.
Según el análisis tribal, para ponerle una etiqueta, la polarización que nos aflige hoy en día es una expresión de nuestra naturaleza tribal. A pesar de procesos de modernización que en menor o mayor grado nos han tocado a todos, no hemos logrado trascender nuestra esencia primordial. Así las cosas, siendo esencialmente tribales, la única pregunta es ¿a cuál tribu pertenecemos? ¿A los uribistas o santistas o petristas? ¿A los hombres o a las mujeres? ¿A los cristianos o a los ateos? ¿A los ambientalistas o a los industriales? ¿A los ‘tapoboquistas’ o a aquellos opuestos al uso del tapabocas? Por primar la tribu de uno sobre todas las demás, y sobre todo lo demás, no podemos superar las diferencias que nos atormentan. Ni siquiera podemos hablar unos con otros.
El problema, la debilidad de este razonamiento es que no explica la tribu o el tribalismo. Lo toma por sentado. En inglés se diría: it begs the question.
Esto quiere decir que el análisis tribal suministra una respuesta que por su parte requiere su propia explicación. Los expertos en este tipo de análisis no contemplan esta explicación porque dan por sobreentendido que la unidad humana más básica es el grupo, la tribu. Y como lo era en tiempos primordiales lo es hoy en día, a pesar de creernos ‘civilizados’ o modernos, o ilustrados. Son simplemente más tribus, según los analistas tribales. Sin embargo, se equivocan.
La unidad humana más básica no es el grupo sino el organismo individual, el individuo. Los individuos, en tanto individuos, son indefensos. Lo interesante es que lo que más los amenazan son los demás, otros individuos. Hoy en día, en mayor parte, los victimarios y las víctimas de la violencia se conocen, y uno podría agregar que íntimamente. Antaño, no hay evidencias de que fuera diferente.
Así las cosas, el individuo encara una paradoja: su supervivencia queda amenazada por los demás, incluso los más cercanos, pero la misma supervivencia depende de alianzas con otros. Los hombres hacen alianzas con otros hombres, pero las mujeres las hacen con hombres también. No hay garantías, porque los más cercanos, incluso hoy en día, resultan ser los más peligrosos. Por ejemplo, ¿quién manda a los jóvenes a morir en guerra? Sus líderes, que por otro lado son aquellos que deberían protegerlos. Pero aunque no haya garantías, al sentirse amenazado la respuesta más sensata es entrar en alianzas. O, por lo menos, lo ha sido durante gran parte de la historia humana.
El fenómeno actual de poblaciones divididas, de grupos identitarios confrontándose implacablemente sin siquiera poder conversar sobre sus diferencias, no se debe al resurgimiento de un tribalismo que haya supervivido subrepticiamente por debajo del proyecto de nación. Se debe al aumento radical que cada uno de nosotros experimenta de miedo, de amenaza, nutrida sin duda por el constante flujo de (des)información sobre lo que ‘ellos’ están haciendo en contra de mí, en contra de quien soy: me están amenazando; necesito aliados.
Y no podemos hablar con aquellos que, se suponen, nos amenazan, porque la amenaza experimentada interrumpe el funcionamiento del córtex frontal, la región del cerebro que permite el razonamiento considerado.
A la luz de esta explicación, se debe poder apreciar que el problema no es que seamos tribales. Es que somos humanos.
Gregory J Lobo