El problema fundamental del mundo moderno es que no sabemos debatir. El resultado es una polarización extrema, delimitada por perspectivas radicalmente opuestas acarreadas por poblaciones obstinadamente enfrentadas. Las personas que detentan estas perspectivas y componen estas poblaciones no son capaces de contemplar ni siquiera la posibilidad de que la otra perspectiva pueda tener algún grado de fidelidad respecto a la realidad que pretende captar y representar.
¿Cómo es esto posible? Sea la cuestión sobre la criminalidad o inocencia de un expresidente o sobre la existencia o ausencia del racismo o sexismo, o sobre los positivos y negativos del capitalismo o sobre cualquier otro tema (en teoría debatible) no hay debate sino enfrentamiento. No hay interlocutores de buena fe sino enemigos acérrimos, soñando en menor o mayor grado con la aniquilación de su contrincante.
Parte de la explicación de esta situación es que en nuestra contemporaneidad hay una gran confusión entre qué es conocimiento y qué es ‘conocimiento’. Este, el ‘conocimiento’, es como la mayoría de las personas entienden sus creencias. Los lectores de esta columna habrán sabido de casos en los que las personas hablan de ‘su verdad’. En vez de hablar de la verdad, hoy en día es común y corriente hablar de la verdad de uno mismo. ¿Tal vez el mismo lector lo hace, de vez en cuando?
Cuando se habla de ‘mi verdad’, de lo que uno realmente está hablando no tiene nada que ver con la verdad, tradicional y científicamente entendida. Una oración en que la palabra verdad se encuentra articulada como la propiedad personal de alguien es una tontería. La verdad no es personal, no pertenece a nadie. Por ser la verdad, es impersonal: es lo que es sin depender de opiniones o sentimientos de nadie. Al habar de ‘mi verdad’, entonces, estoy hablando más bien de mis deseos, mis preferencias e incluso de mis creencias. Estoy hablando de cómo soy yo, revelando quién soy, pero no de cómo es el mundo.
Y en la formulación anterior, se vislumbra el núcleo del problema. No podemos debatir hoy en día porque no estamos debatiendo sobre el mundo sino sobre nosotros mismos. Es decir, la apuesta en el debate que nunca se realiza no es tener la razón sobre el mundo y cómo es, sino validarse en tanto sujeto o ser humano.
Al haberse normalizado la noción según la cual la verdad es mía, es personal, resulta que cualquier negación o refutación de ‘mi verdad’ es una negación o refutación de mi ser, de mi subjetividad, de mi valor en tanto ser humano. Por ende, no puedo entrar en debate. Simplemente no lo puedo arriesgar. No puedo arriesgarme a contemplar evidencias o argumentos que puedan contrariar —tal vez fatalmente— mis creencias, mis ‘conocimientos’, mi verdad. Porque al contemplarlos es posible que alcance a cambiar de parecer, que es igual a cambiar de ser, que es igual a invalidar, a negar la plenitud de mi ser actual.
Habitamos un mundo en el cual el debate constituye una amenaza existencial para las personas, todas convencidas de que sus creencias equivalen a conocimiento, todas íntima y estrechamente identificadas con su conocimiento en tanto verdad. Por supuesto son capaces de reconocer que el ‘conocimiento’ de los demás no es más que creencia, pero no logran —no quieren— hacer lo mismo con sus propias creencias. Me corrijo: el debate no constituye realmente una amenaza existencial. No. Más bien es visto, es experimentado, como tal. Al identificarse con una noción de conocimiento y verdad personales, las personas se encasillan: no tiene otra opción que defender ‘su verdad’, ‘su conocimiento’, a pesar de evidencias y argumentos contrarios contundentes, porque al no hacerlo les espera algo como una muerte simbólica.
Por eso este problema —el de no poder debatir— no tiene solución obvia o simple, porque dado que el ser humano es, más que nada, un animal simbólico, la muerte simbólica no es menos aterradora que la literal.
Gregory J. Lobo