Es sorprendente con cuánta naturalidad hemos asumido nuevos comportamientos y formas de relación a partir de las situaciones de confinamiento adoptadas desde marzo. Participamos en reuniones, conferencias, cursos y celebraciones de todo tipo con una presencia virtual que es como una simulación de la existencia.
Estamos, pero no estamos. Nuestros cuerpos están confinados. Profesionales, gobernantes, maestros y estudiantes son presencias a medias de quienes apenas se puede recoger en la pantalla una imagen bidimensional de la cara, o solo su voz, porque el ancho de banda no soporta imagen y sonido. Cuando se enciende la cámara para registrar con alguna certeza que quien habla es quien creemos que es, la modulación de las palabras no coincide con los movimientos de la boca, parodiando las insoportables películas piratas mal dobladas. En medio de una discusión entre varias personas, se alarga un silencio y alguien pregunta: ¿hay alguien ahí?, como en una sesión de espiritismo. Otros tienen eco, alguno más habla con el micrófono apagado y no falta quien muestre lo que nunca había mostrado.
No hay duda de que el muy prolongado aislamiento, unido a medios tecnológicos como los actuales, nos ha llevado a crear formas de ilusión de realidad que funcionan bastante bien para ciertos propósitos, pero que nos van corroyendo día a día la humanidad que se construye desde el cuerpo. Es el fantasma de la soledad.
Hace poco más de veinte años, a partir de una investigación sobre los adolescentes, escribí un libro titulado ‘La piel del alma’, en el que recogí muchas reflexiones de filósofos y pedagogos sobre el cuerpo y la manera como los seres humanos construimos nuestra identidad y el significado que le damos a la vida desde esa maravillosa herramienta que nos conecta con el mundo físico y social que nos rodea. La educación, en último término, es la educación del cuerpo. A partir de sus poderes y limitaciones desarrollamos todas nuestras capacidades: ver, sentir, escuchar, palpar, correr, hablar, pintar... y, desde luego, abrazar, proteger, llorar y, claro, morir.
Desde la infancia, el cuerpo es el centro de todo el desarrollo. Se requieren largos años para domesticarlo y lograr que pueda hacer los movimientos más finos, las coordinaciones precisas, que los oídos aprendan los sonidos del lenguaje, que los ojos ayuden a diferenciar colores y formas, que el gusto y el olfato puedan distinguir lo que es bueno y lo que es peligroso, y ese enorme manto que es la piel nos ayude a comprender tanto el clima y la humedad del ambiente como otras pieles que portan afecto, seguridad o agresión.
Poco a poco vamos trasladando esas destrezas al terreno de los significados y aprendemos a leer cuerpos ajenos, a distinguir las expresiones cálidas y acogedoras de los rostros que anuncian la agresión o el peligro. De lo que vamos recibiendo a través de los miles de sensores nerviosos sobre la realidad circundante va surgiendo la idea que se tiene de uno mismo, de aquello que anuncia éxitos o fracasos, de la aceptación que se tiene en el grupo, del camino que nuestra mente puede seguir para explorar el universo.
Desde luego, una de las grandes conquistas de la especie humana ha sido el lenguaje. La capacidad de hablar y de llevar nuestra voz y pensamientos mucho más allá de nuestra presencia física ha generado la ilusión de que allá adentro, en un lugar indeterminado –cerebro, corazón, hígado– o por todas partes hay algo que llamamos alma o espíritu, que podría liberarse del cuerpo, que sobrevive después de que el cuerpo muere, que está por ahí guardado en libros, ideas, legados.
Pero la realidad es que mientras nos hablan máquinas en las que creemos ver maestros, amigos y parientes sin piernas, sin brazos y sin gestos, la riqueza que solo fructifica en las células se marchita soñando con la inmortalidad.
FRANCISCO CAJIAO