Fue en la Grecia clásica donde los filósofos se aventuraron a lanzar opiniones sobre el fenómeno de la reproducción. Uno de esos pioneros especuladores fue el pluralista Demócrito (460-370 a. C.). Para él, el esperma era una abstracción, un jugo de todas las partes del cuerpo. Por eso el acto sexual –decía– se acompaña de un breve desvanecimiento, pues “un hombre sale en ese momento de otro hombre, separándose de golpe”.
A Platón (427-347 a. C.), que no fue buen observador, le gustó tocar temas médicos en sus escritos, apoyándose exclusivamente en la imaginación. Adelantándose en muchos siglos al descubrimiento de la verdad, habla en el Timeo de unos animales minúsculos, invisibles por su pequeñez, que el hombre siembra en la entraña mujeril donde se desarrollan y llegan luego a ser hombres completos. Para Platón, el semen era una esencia divina de la médula cerebro-espinal, o “médula genital”, como él la llama. En El banquete, en la conversación que sostienen Sócrates y Diotina, pone en boca de esta las siguientes palabras: “La unión del hombre y de la mujer es un verdadero alumbramiento en el que hay algo de divino, puesto que, gracias a la fecundación y a la generación, el ser mortal participa de la inmortalidad”.
Siglos más tarde, la ciencia le daría la razón al poner en evidencia que nuestras células germinales (óvulo y espermatozoide), cargadas de cromosomas contentivos de DNA, son las productoras del material genético primario. Bien dijo el científico Mahlon B. Hoagland, en su obra Las raíces de la vida, que “el DNA es la inmortalidad de los mortales”.
Aristóteles estaba convencido de que el esperma no se formaba en el testículo sino en la sangre. Para él, en el proceso reproductivo el agente motor era el macho; el semen aportaba el principio eficiente, el pneuma, que venía a ser como el soplo de la vida. Siglos después, el médico Claudio Galeno afirmaría que es en el testículo donde el semen adquiere su capacidad generadora.
Pero demos un salto para situarnos en el siglo XVII de nuestra era, cuando ya la especulación había sido superada por la observación, gracias al microscopio. Un comerciante de paños, conserje del Ayuntamiento de Delft, el holandés Anthony van Leeuwenhoek (1632-1720), envió en 1677 un informe a la Sociedad Real de Londres para anunciar que había observado unos pequeños animales, provistos de cola, en el líquido espermático humano. Fue una de tantas serendipias que recoge la historia de la ciencia. Con su descubrimiento, Leeuwenhoek, que era un diletante de la investigación, ponía en evidencia que en el semen habitaban unos animálculos a los que culpó de ser los autores de la reproducción y los juzgó ser “larvas de hombres” (vermiculi minutissimi) , es decir, “homúnculos”, con lo cual se sustentaban las tesis de Demócrito y de Platón.
Difundido el hallazgo de Leeuwenhoek, el espermatozoide se hizo famoso, hizo carrera. Presentado con gran pompa ante Carlos I, rey de Inglaterra, recibirá en todas partes una calurosa acogida. Está de moda, y la sociedad ansiosa se complace observando a su progenitor en imagen magnificada. ¡Asombroso!, descendemos de unos renacuajos, de unos gusanos contenidos por miles en cada eyaculación.
En 1824, los ginebrinos J. B. Dumas y J. L. Prevost observaron que los espermatozoides se formaban en las células de los testículos de manera progresiva, desmintiendo así a los que afirmaban que ya estaban preformados. Más tarde se comprobará que todo el proceso de espermatogénesis está orquestado por efecto hormonal, que es, precisamente, el talón de Aquiles frente a los disruptores químicos mencionados por la doctora Swan. Así queda resuelto el enigma, se descorre el velo de la ignorancia frente al espermatozoide, ese personaje a quien el humanista español Gregorio Marañón comparara con un guerrillero, todo acción, y de quien el mundo se ha venido ocupando hace siglos y ahora lo mantiene en vilo ante la perspectiva de que en un futuro próximo desaparezca. ¿Será que la misma Naturaleza está pasando su cuenta de cobro por el daño que el hombre le ha venido infligiendo de manera desconsiderada?
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES