Existe en el mundo académico una criatura amenazada de extinción.
En inglés se la conoce como edited volume. Son los libros compuestos por capítulos de diversos autores, sobre un tema específico, bajo la coordinación de una o varias personas que reciben el título de editor o editores. Esos últimos en algunos países se llaman a veces “directores” –la expresión de “editor” allí se limita para quienes publican los libros–.
En el pasado, algunos de estos libros se convirtieron en “clásicos” en sus respectivos campos.
Piénsese en el volumen sobre populismo, editado por Ghita Ionesco y Ernest Gellner en 1969, cuando la palabra ‘populismo’ apenas irrumpía en las ciencias sociales. Quienquiera estudie la idea de las “tradiciones” debe consultar The Invention of Tradition, una colección dirigida por Eric Hobsbawm y Terence Ranger, aparecida originalmente en 1983. Y quienquiera esté interesado en investigar el “presidencialismo” haría bien en comenzar con los dos tomos editados sobre el tema por Juan Linz y Arturo Valenzuela, publicado en 1994.
En todos estos casos, el “volumen editado” cumplió un papel pionero, por sus exploraciones novedosas que abonaron el terreno para futuras investigaciones y enriquecieron el debate académico.
¿De dónde provienen las amenazas contra el “volumen editado”?
Buena parte de las razones para sus problemas existenciales se encuentra en el mercado. Las colecciones de multiautores “no venden”. Esa es la impresión. Y no venden porque a veces los potenciales lectores no encuentran en sus páginas la coherencia y unidad narrativa que podrían esperar en libros de un solo autor.
Aquella es una razón válida para las casas comerciales; no para los sellos editoriales universitarios. Paradójicamente, el desprecio hacia el “volumen editado” se origina en los medios académicos, no en los comerciales –lo que hace su eventual marcha hacia la extinción aún más triste–.
En una tendencia intensificada en las últimas décadas, las universidades introdujeron sistemas para medir la productividad investigativa de los profesores, que privilegiaron publicaciones en revistas académicas por encima del “volumen editado”. Se argumenta que, al ser sometidas a un proceso de arbitraje anónimo, las revistas académicas garantizan mejor calidad.
Es un argumento bastante cuestionable. Y si tiene alguna validez, tendría que juzgarse conjuntamente con las otras razones que hacen del “volumen editado” un bien que merece defenderse frente a quienes lo tratan como anticuario sin valor.
Algunos filósofos
han llamado a los ‘volúmenes editados’ verdaderos ‘actos de resistencia’. Hay en ellos una saludable terquedad académica que
debe perdurar
Debo registrar que estoy defendiendo un oficio que practico. Ha sido, sin embargo, una práctica íntimamente asociada con la forma como se entiende, en algunas disciplinas, la misma carrera académica. El volumen editado suele ser el resultado de una extendida conversación intelectual, que en algún momento se sostiene en conferencias o seminarios, organizados especialmente para tal propósito. Esto es más recurrente en las humanidades y ciencias sociales que en las ciencias exactas. Ello permite intercambio de ideas y deliberación, espacios para el pluralismo que se fortifica así con la sociabilidad.
Como el historiador Peter Webster ha observado, el “volumen editado” es un “esfuerzo comunitario y conversacional”. Por su carácter “colegiado”, es casi de la naturaleza intrínseca de las universidades. Allí está su valor fundamental. Allí se encuentra la fuente de sus capacidades para innovar saberes, al combinar la creatividad individual con los empeños colectivos.
Algunos filósofos han llamado a los “volúmenes editados” verdaderos “actos de resistencia”. Hay en ellos una saludable terquedad académica que debe perdurar.
Eduardo Posada Carbó