Hace un año falleció Daniel Kahneman, el psicólogo que, pese a jamás haber tomado una clase de economía –como señaló su obituario en ‘The New York Times’–, fue uno de los ganadores del Premio Nobel en 2002.
En colaboración con Amos Tversky, Kahneman desarrolló la llamada teoría prospectiva, una de las bases de la disciplina conocida como economía conductual, que es a la economía neoclásica lo que la mecánica cuántica fue a la mecánica clásica. A diferencia de los neoclásicos, que presuponían la racionalidad humana en la toma de decisiones, los economistas conductuales sostienen que las personas actuamos bajo sesgos irracionales e irremediables, que hacen parte de nuestra naturaleza.
Kahneman sugiere que el cerebro actúa como si contuviera dos sistemas. El primero, el sistema 1, toma decisiones a la carrera, sin reflexionar. Es intuitivo, automático y no se puede apagar. El segundo, el sistema 2, es lento, analítico y procura ser racional. Demanda concentración y esfuerzo, por eso no lo activamos a menos que sea necesario. Ambos pueden cometer errores, pero la mayoría de las decisiones las toma el sistema 1, donde se anidan muchos de nuestros sesgos cognitivos. Kahneman y Tversky no se contentaron con proponer esta teoría, sino que diseñaron experimentos con sujetos humanos para demostrar que los sesgos nos hacen tomar decisiones equivocadas, subóptimas o ‘antieconómicas’.
Me entristeció mucho en su momento la muerte de Kahneman, cuyas ideas transformaron mi manera de entender la sociedad (Tversky falleció mucho antes de que supiera de ellos). Pero me conmovió todavía más un dato revelado por ‘The Wall Street Journal’ hace unos días, desconocido hasta ahora. Pese a no sufrir de ninguna enfermedad terminal –solo el debilitamiento normal de sus 90 años–, el psicólogo israelí organizó su propio deceso por suicidio asistido, antecedido por unos últimos días felices con su familia en París.
Saberlo me dejó entre el pavor y la iración. Uno de los hombres que más estudiaron las decisiones humanas, un experto en las trampas que nos tiende el cerebro y nos llevan a cometer equivocaciones, un señor en aceptable estado de salud, toma la determinación más severa de todas, la de acabar con su propia vida. Tal vez se haya anticipado a que el declive físico se lo impidiera. O a que las trampas del cerebro lo indujeran a cambiar de parecer.
Quién sabe de qué forma tuvo que blindar sus argumentos de sí mismo para no arrepentirse. Qué tácticas aprendidas en su laboratorio debió emplear para impedir que el sistema 1 le tomara la delantera.
Un experto en las trampas que nos tiende el cerebro y nos llevan a cometer equivocaciones, un señor en aceptable estado de salud, toma la determinación más severa de todas, la de acabar con su propia vida
En Colombia, fue noticia en estos días el hundimiento del proyecto legislativo para regular la eutanasia en pacientes con enfermedades terminales. Entiendo y respeto las objeciones religiosas a la medida, pero no es como si regular el procedimiento lo volviera obligatorio. Solo habría permitido que esa decisión la tomen, de manera libre y voluntaria, quienes se hallen en la condición trágica de que el retorno marginal de cada día adicional de vida es irreversiblemente negativo.
Kahneman murió en olor de honestidad intelectual, poniendo a prueba sus teorías. Así lo veo yo. En sus experimentos, había descubierto que uno no recuerda las experiencias tal y como fueron en realidad, sino que el recuerdo está marcado por los instantes finales del suceso y sus momentos de mayor intensidad emocional. Por eso, creo, se encargó de que el resumen íntimo y definitivo de su existencia, su último fogonazo de consciencia, estuviera influido por esos días paseando en París con su familia. Usó su conocimiento de las trampas de la mente para tenderle una trampa a la muerte. Combinó el sistema 1 y el sistema 2 para irse feliz y a su manera. Es difícil imaginar una retirada más digna.
THIERRY WAYS
En X: @tways