Parecía una discusión saldada hace mucho tiempo.
Primero fueron los dioses. Después, los grandes individuos como motores centrales de la historia.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, sucesivas corrientes del pensamiento enfatizaron más en las fuerzas impersonales: las estructuras sociales, el crecimiento económico, la geografía... Que prevalecieron en el nuevo siglo, y con mayor arraigo, a pesar de episodios mundiales que se confunden a ratos con figuras singulares.
El derrumbe del muro de Berlín no significaba el "fin de la historia". Pero sí el fin de los hombres endiosados. Como Lea Ypi recuerda en sus memorias, al salir de la escuela a los 12 años de edad se tropezó con quienes destrozaban la estatua de Stalin en la capital de Albania.
Las promesas de una nueva era democrática vinieron acompañadas del protagonismo de un nuevo actor colectivo, la sociedad civil, y de prácticas participativas, democratizantes y esperanzadoras. Hoy nos queda el recuerdo de un momento pasajero. En algunos lugares se han vuelto a levantar estatuas a Stalin.
¿Un caso excepcional? Por encima de posiciones ideológicas, la marca de nuestro tiempo vuelve a ser la de algunos individuos poderosos. Trump es hoy la voz cantante de la política mundial. Los protagonistas principales y visibles del capitalismo son figuras casi únicas como Elon Musk.
Por encima de posiciones ideológicas, la marca de nuestro tiempo vuelve a ser la de algunos individuos poderosos. Trump es hoy la voz cantante de la política mundial.
Pocos les atribuyeron a los individuos tanta centralidad en la explicación de la historia como Thomas Carlyle. Sus conferencias en 1840 en Londres, publicadas como libro bajo el título On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History, fueron un hito de enorme significado en la historia de la historia –es decir, en la discusión sobre cómo entendemos la explicación del pasado–.
Al iniciar su primera serie de conferencias, Carlyle adelantó su teoría que pronto ganó fama: "La historia universal es […]en el fondo la historia de los grandes hombres". Todas las conquistas de la humanidad se las deberíamos a ellos. En ellos se encontraría "el alma de la historia mundial". Todos nuestros avances serían el fruto de esos "individuos especiales", seleccionados por la Providencia.
Aunque algunos iradores han buscado a veces matizar las implicaciones de su teoría, los postulados de Carlyle abonaron el terreno intelectual para las dictaduras modernas. Pocos años después de sus conferencias, en 1843, Carlyle publicó otro ensayo, hoy quizás menos conocido, sobre José Gaspar Rodríguez de Francia, "el Supremo", quien reinara sobre los destinos de Paraguay por casi cuatro décadas.
Las reacciones contra los "héroes" de Carlyle fueron prontas y desde diversos ángulos. Unos de sus estudiosos, Michael K. Goldberg, ha destacado las respuestas de los demócratas como Giuseppe Mazzini, o las más tardías de positivistas como Herbert Spencer y filósofos como Bertrand Russell. Goldberg, en una interpretación benigna de los “héroes” de Carlyle, subraya el gran impacto de su obra, pero muestra también cómo a fines de siglo su teoría había perdido atractivo entre los historiadores: en sus clases en Cambridge, G. M. Trevelyan escuchó decir a uno de sus profesores que Carlyle era un "charlatán".
La discusión entre los historiadores sobre su disciplina es por supuesto más compleja de lo que permiten estas líneas. Pocos niegan la agencia de los individuos en la historia. Pocos suscriben a los "héroes" de Carlyle. Pero la nueva emergencia de individuos en apariencia "ultrapoderosos" en el mundo nos remite a la obra de Carlyle. Urge volver a refutarla. Sobre todo cuando no hay nada de heroico en quienes hoy se vuelven a sentir designados de Dios para mandar a sus anchas.