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Opinión

El placer de derribar estatuas

Sí, hay estatuas que merecen permanecer encadenadas. Por ejemplo, la del general Francisco de Paula Santander.

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Fue Dédalo, arquitecto y artesano griego, famoso por haber construido el laberinto de Creta y por haber sido el primer escultor que quiso darles vida a sus estatuas. Para él era necesario que vivieran, que permanecieran presentes a través del tiempo. Por eso las encadenaba.
En el sentimiento general, las estatuas suelen ser tenidas como patrimonio histórico cultural. Desde joven, siempre que paso frente a una estatua siento iración y respeto, no solo por el valor artístico que pueda tener, sino porque imagino que representa a alguien que aparejó méritos como para que hubiera sido encadenado al sentir general. Si me atengo a lo que alguna vez escribiera Antonio Caballero en la revista Semana estaría equivocado: “La verdad –dijo– es que ninguna estatua tiene justificación convincente, porque toda la historia humana es bastante vergonzosa desde el punto de vista humanitario”. Creo que el reconocido escritor se excedió en su crítica al generalizar, haciendo abstracción de que incontables estatuas fueron erigidas para exaltar la obra y la vida de alguien tenido como benefactor de la humanidad. Su concepto da la razón a los que derriban estatuas, es decir, a los ‘iconoclastas’. En el siglo VIII así llamaban a quienes destruían imágenes. Los iconoclastas consideran que con su actitud están vengando a quienes en alguna forma sufrieron las consecuencias de los actos ejecutados por los que fueron consagrados con su correspondiente estatua.
A riesgo de que se me califique de ‘iconódulo’, es decir, de venerador de las estatuas, voy a salir, por enésima vez, a defender una, no tanto por la estatua misma sino por el personaje que ella representa. He repasado varias veces lo que fueron sus ejecutorias en la historia de nuestra independencia e inicios de nuestra vida republicana y siempre me producen pasmo. El solo hecho de haber sido el fundador de la educación pública entre nosotros obliga a venerarlo. Me refiero, por supuesto, al jurisconsulto y general Francisco de Paula Santander.
Es evidente que el propósito de erigir la estatua de Santander en el corazón del campus fue mantener vivas su imagen y su obra ante los ojos de las nuevas generaciones.
En 1940, con la presencia del presidente Eduardo Santos y del rector de la Universidad Nacional, don Agustín Nieto Caballero, se descubrió el bronce en el campus, frente a la Facultad de Derecho. En 1964, durante la rectoría de José Félix Patiño, fue trasladado al centro de la plaza principal, que desde entonces recibió su nombre. En 1976, en pleno boom castrista, la estatua –obra del maestro Luis Pinto Maldonado– fue derribada y decapitada por unos cuantos iconoclastas de izquierda, sustituyéndola por una efigie del Che Guevara. Desde entonces me he preguntado: ¿por qué ese odio visceral contra la figura del Hombre de las Leyes? ¿Acaso porque contribuyó a nuestra independencia? ¿O porque fue el organizador de la primera república? ¿O porque fue el fundador de la educación pública en Colombia? La respuesta que me doy es que esos vándalos sienten placer al hacerlo por desconocimiento de nuestra historia y por ceguedad política, que los lleva a menospreciar los valores patrios.
Durante los últimos cuatro años (2020–2023) ocupé nuevamente el honroso cargo de representante de los exrectores ante el Consejo Superior de la Universidad Nacional. Acepté pensando que desde allí podría contribuir a reparar la injusticia histórica registrada atrás. Mi primera propuesta, en el 2020, fue acogida, pero no fue implementada. En 2023, en víspera de mi retiro, insistí, con un añadido más: que se reimprimieran y distribuyeran gratis entre profesores y estudiantes sendos ejemplares de la obra Francisco de Paula Santander. Fundador de la educación colombiana, del connotado historiador santandereano Antonio Cacua Prada, quien, a instancias mías, cedió sus derechos a favor de la universidad. Dudo que la istración actual le dé cumplimiento a lo aprobado entonces.
Es evidente que el propósito de erigir la estatua de Santander en el corazón del campus fue mantener vivas su imagen y su obra ante los ojos de las nuevas generaciones. A los iconoclastas los invito a leer el libro de Antonio Cacua para que entiendan por qué ese prócer merita con creces presidir el trascurrir de la más importante casa de cultura del país. Sí, hay estatuas que merecen permanecer encadenadas.

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