Hace un cuarto de siglo tuve el privilegio de interpretar La bella Helena, de Offenbach, y La clemencia de Tito, de Mozart, en las óperas de Palermo y Catania. Para mantenerse en buena forma, la voz cantada se ayuda del silencio de la voz hablada. Por estar en Sicilia, me dediqué entonces a leer una de las obras de arte literario más esplendorosas, cuyo argumento sucede en 1860, en esta isla italiana, época del desembarco de Garibaldi en Marsala, durante su lucha por la Italia unida.
Se trata de Il Gattopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, escrita entre 1954 y 1957, cuyos protagonistas son el príncipe siciliano Fabrizio de Salina y sus familiares.
En días recientes, para celebrar este paso del tiempo en mi vida de artista lírica, me deleité con la relectura de esa novela, que trata sobre el ocaso de la aristocracia terrateniente. Su autor no alcanzó a verla publicada a pesar de sus esfuerzos por lograrlo.
Desde 1959, gracias a la editorial Feltrinelli, el manuscrito se fue convirtiendo en un clásico de la literatura que inspiró la película de Luchino Visconti en 1963, con Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon.
Según el traductor Fernando Gutiérrez, el título al español habría sido El leopardo jaspeado, que figura como emblema en el escudo del príncipe. Pero prefirió castellanizar la palabra para referirse a esa especie de pantera u ocelote de tamaño aproximado al gato casero, y es centro de las virtudes y defectos del linaje familiar que representa.
Esta obra deja, sin duda, una huella profunda de emoción y reflexión. A mí me impactó la escena de la muerte del nostálgico y recio príncipe protagonista.
Estoy en la lista de miles de lectores que consideran El Gatopardo como la más bella y mejor novela de la mitad del siglo XX. De su autor se ha dicho que es un poeta narrador dotado de una implacable clarividencia (Eugenio Montale), que no es una novela histórica sino una novela que sucede en la historia (M. Forster) y que es una de las más grandes obras universales (M. Monmany).
Marcada con la calificación de ‘gatopardismo’ quedó la actitud política que se plasma en una de las frases más reconocidas de esta obra: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Esta obra deja, sin duda, una huella profunda de emoción y reflexión. A mí me impactó la escena de la muerte del nostálgico y recio príncipe protagonista. El capítulo séptimo es poesía pura. Visconti lo excluyó de su narración fílmica, ya que la película termina después de 45 minutos de la magnífica escenificación del baile de una aristocracia decadente.
Ese capítulo invita a pensar en el final de la vida, como lo hace el príncipe Salinas durante su agonía, mientras recorre con sus recuerdos sus 73 años, para concluir que tan solo tres fueron de felicidad, y los restantes, de dolor y de tedio.
La poética de Lampedusa es sublime al describir a los aterrados de su familia y amigos que lo rodean en su lecho de muerte. De pronto el príncipe, al entreabrir sus ojos, alcanza a ver a una joven dama, esbelta, vestida de color marrón, que se abre paso, con una gracia irresistible en el rostro. Era ella, “la que había percibido algunas veces con su telescopio entre los espacios estelares”, la que caminaba de pronto por los pasillos del tren cuando viajaba, la que ahora le sonreía, se acercaba y lo tomaba de la mano para poseerlo y ser poseída, y que se entregaba a él siendo tan bella y joven, hasta que “el fragor del mar cesó por completo”.
Ver la muerte como el inicio de un nuevo viaje para hacer posibles los anhelos jamás cumplidos, en el caso del príncipe Salinas, su encuentro con la mujer ideal, es una sugestión que tranquiliza el alma y le abre esperanzas al lector sobre un final de vida de bondad y belleza. Un hermoso regalo de Lampedusa a sus lectores.