Malcolm Deas (1941-2023) no era “dado a largas reflexiones sobre el oficio” del historiador.
Eso decía. Pero hay casi siempre breves reflexiones en sus escritos. En algunas ocasiones fueron relativamente extensas. Una de ellas, quizás excepcional, fue cuando dictó la Cátedra José Gil Fortoul ante la Academia de Historia de Venezuela, en Caracas, en 2007.
Existen diversas formas de abordar los interrogantes que rodean la tarea de quienes se dedican a la historia.
Algunos son propios de la disciplina: sobre los enfoques, métodos, temas y períodos seleccionados para la investigación. Otros son de amplitud filosófica, relacionados con la naturaleza del conocimiento, en diálogo con otras disciplinas en el propósito común de desentrañar los misterios de la existencia humana. Otros más tienen sentido utilitario, con intereses sociales más concretos: ¿cuál es el valor de la historia?
Sus ejercicios comparativos fueron mucho más allá de las fronteras grancolombianas, bastante animados por su interés de entender mejor, ‘iluminar’ el pasado colombiano.
Unos y otros fueron abordados por Deas en aquella conferencia en Caracas, que me parece oportuno repasar.
Especialista en historia de Colombia, el primer aspecto que destacó en ese auditorio venezolano fue el de la necesidad de la historia comparativa, “que tanto se predica y... tan poco se practica”.
Deas fue un devoto lector de historia venezolana. Sentía particular atractivo por algunos de sus autores –profesionales, amateurs, o simplemente memorias de contemporáneos como las del telegrafista Nemesio Parada sobre los tiempos de Cipriano Castro–. Las historias de los países de la Gran Colombia eran no solo comparables sino recíprocamente aleccionadoras –como lo muestran sus excelentes ensayos en la historia de América Latina de Cambridge–.
Sus ejercicios comparativos fueron mucho más allá de las fronteras grancolombianas, bastante animados por su interés de entender mejor, “iluminar” el pasado colombiano, aunque hay que anotar su advertencia, “con luces de luciérnaga, no con la luz de un gran laboratorio”.
Deas discurrió poco sobre la naturaleza de la historia y sus métodos. Reconoció lecciones de maestros clásicos –Gibbon, Ranke, Croce–. “Pero mi sesgo es pluralista”, anotó: “hay muchas historias, y una amplia gama de métodos”.
En aquella conferencia de Caracas, su tema fue la “tradición crítica de la historia”, que distinguió muy bien de la “historia escrita desde la oposición”. La historia crítica, que define la disciplina, es aquella abierta a la revisión y al argumento. Su mensaje sobre su valor fue claro y lúcido: “que la historia importa, que no es adorno ni frivolidad, y que las verdades que propone no son nunca dogmas ni edictos, que no importa de dónde vengan, son susceptibles de revisión, que la polémica, dentro de las reglas de la evidencia, siempre debe ser itida”.
Su defensa de dicha tradición de la historia es relevante y oportuna sobre todo en “tiempos difíciles”, en circunstancias de “amenazas al pensamiento crítico”.
“El estudio de la historia debe ayudarnos” a “detectar” “argumentos burdos” y “sujetarlos al escepticismo necesario... tan distinto del cinismo”. La esencia de la historia se encuentra en su disposición a comprender la complejidad de los problemas, entendibles solo cuando se discute en libertad. Una “masa crítica” de historiadores es “una condición necesaria para el desarrollo de la sana vida pública en cualquier nación”.
Así entendida, la historia sirve de escuela a la tolerancia, el pluralismo y la convivencia con la diversidad. “Los historiadores no somos profetas”, observó Malcolm Deas. Su obra, como él mismo reconoció, es “más sugerente que definitiva”. Interrogado sobre sus autores preferidos en la disciplina, respondió: “Me gusta la historia más que los historiadores”.
EDUARDO POSADA CARBÓ