Es una hipótesis en la que nadie quiere creer: que el covid-19 tuvo su origen en el laboratorio de virología de Wuhan, en China.
Aquel fue un señalamiento inicial de Trump el año pasado, recibido con general escepticismo, excepto quizás por sus seguidores. Hasta ahora, la explicación más aceptada ha sido que el coronavirus tuvo origen “zoonótico” –transmitido de animales a personas–. Pero en semanas recientes, la teoría según la cual todo habría comenzado por un error en el laboratorio de Wuhan ha vuelto a ganar resonancia, de la mano de políticos, científicos e intelectuales.
El presidente Biden ha anunciado una investigación sobre el asunto. La prestigiosa revista Bulletin of the Atomic Scientists publicó en mayo un artículo que le da credibilidad a la teoría del laboratorio. La Organización Mundial de la Salud (OMS) también anuncia nuevas investigaciones. Los medios de comunicación se han vuelto a ocupar con intensidad del tema. Shi Zhengli, la líder de la virología en China, rechaza enfáticamente la teoría del laboratorio (The New York Times, 14/6/2021).
Si se comprobase que el origen de la pandemia fue un error de laboratorio, crecería la oposición de la gente a la ciencia, afectándose los progresos logrados para combatir las infecciones.
Un artículo del filósofo John Gray llamó particularmente mi atención (New Statesman, 11/6/2021). Gray funda su reflexión en lo publicado por el Bulletin of the Atomic Scientists. Si la pandemia se originó en un laboratorio, nos dice, estaríamos ante una de las más grandes calamidades históricas producidas por el ser humano. Referencias a Chernóbil le sirven para ilustrar las diferentes dimensiones de ambas tragedias.
Gray plantea dos interrogantes: ¿por qué las autoridades chinas no aceptan una “investigación transparente”? Y ¿por qué el mundo occidental ha tendido a descartar la teoría del accidente del laboratorio?
La respuesta al primero parece obvia. Cualquier Estado protege sus intereses. En el caso de China está en juego, además, su “modelo de gobierno”, que sufriría dentro y fuera del país.
El segundo conduce a una discusión más amplia sobre el peso de China en el actual orden internacional. Gray sugiere que al aceptar la teoría del laboratorio se estaría confrontando la naturaleza totalitaria del régimen chino, una realidad que el mundo occidental prefiere evadir. ¿La razón? El capitalismo occidental depende hoy tanto de China que más vale hacerse el de la vista gorda.
Más allá de la geopolítica, la teoría del laboratorio, advierte Gray, podría tener un impacto serio ante la actividad de los científicos, al motivar más activismo entre los adversarios de la ciencia –fortalecería, por ejemplo, los movimientos antivacunas–. Gray reconoce que estaríamos, sin embargo, frente a una teoría imposible de comprobar, dada la falta de evidencias.
Otros científicos, como Martin Rees y Steven Pinker, también creen que la verdad nunca se sabrá. Y temen también que, si se comprobase que el origen de la pandemia fue un error de laboratorio, crecería la oposición de la gente a la ciencia, afectándose los progresos logrados para combatir las infecciones (New Statesman, 18/6/2021).
Para el Financial Times, “determinar la verdad” no debe convertirse en un ejercicio para señalar culpables: conocer el origen de la pandemia es la mejor forma de “prevenir” tragedias similares en el futuro. Dada la inevitable politización del debate, lo más indicado sería que una organización multilateral como la OMS se ocupase de la investigación.
En medio de incertidumbres y desacuerdos, se vuelve a destacar la preocupante realidad de que el “planeta es un sitio en extremo inseguro”. Y lo es más ante las aceleradas transformaciones producidas por la revolución tecnológica. Este desafío enorme exige una política global que debe contar con la colaboración de la China.
Eduardo Posada Carbó