Primero fue el silencio. Siguieron, poco después, respuestas ambivalentes frente a los bloqueos de vías públicas al lado de llamados de intervención militar.
Finalmente, Jair Bolsonaro, el actual presidente de Brasil, hizo explícita su posición de no aceptar el resultado electoral que le dio el triunfo, el mes pasado, a su contrincante Luiz Inácio Lula da Silva. Este martes, Bolsonaro y su partido apelaron al Tribunal Superior Electoral (TSE) para demandar la nulidad parcial de las elecciones, aduciendo fallas en las urnas electrónicas.
Las autoridades electorales no tardaron en responder. En menos de 48 horas, el magistrado que lidera el TSE, Alexandre de Morães, sentenció en contra de la apelación por considerarla de “mala fe”, interpuesta “sin ninguna evidencia de irregularidades”, sobre una “narrativa de los hechos totalmente fraudulenta”. Según The Guardian, De Morães también observó que la demanda de Bolsonaro buscaba incentivar “movimientos de protesta antidemocrática” (24/11/2022). Es lo que se llama “mal perdedor”.
No saber perder en democracia puede tener nefastas consecuencias. En casos como este, o como las reacciones de Donald Trump tras su derrota en Estados Unidos, hay que volver a repasar la literatura sobre “el consentimiento del perdedor”, una teoría elaborada por científicos políticos que encuentro tan oportuna como relevante.
¿Cómo explicar que quienes pierden en las urnas acepten resultados que, con frecuencia, son controvertidos?
Quienes mejor han expuesto dicha teoría son quizás los profesores Christopher J. Anderson, André Blais, Shaun Bowler, Todd Donovan y Ola Listhaug, en un excelente libro colectivo, reseñado con anterioridad en esta columna: Loser’s Consent. Elections and Democratic Legitimacy (Oxford, 2005).
“El consentimiento del perdedor –nos dicen Anderson y sus colegas– es uno de los requisitos, si no el requisito central, del arreglo democrático”.
La premisa del razonamiento es bastante clara. La durabilidad de las democracias –sistemas que permiten la resolución pacífica de los conflictos– depende de la aceptación de los resultados por quienes compiten en las elecciones. Es una premisa acompañada, por supuesto, de condiciones procedimentales, aceptadas por los partidos en disputa, que sirven de garantía para un juego electoral justo.
¿Cómo explicar que quienes pierden en las urnas acepten resultados que, con frecuencia, son controvertidos? En otras palabras, ¿por qué los perdedores, en vez de llamar a la rebelión, deciden seguir haciendo parte del sistema democrático?
Estos interrogantes adquieren mayor sentido cuando se los examina desde una perspectiva histórica. Desde sus orígenes, las democracias modernas estuvieron plagadas de conflictos originados en resultados electorales disputados, casi siempre por acusaciones de fraude o corrupción. En el siglo XIX latinoamericano, muchos de tales conflictos desembocaron en guerras civiles –la relación entre elecciones y guerras civiles ha sido poco estudiada en nuestra historia–.
Anderson y sus colegas hacen énfasis en las trayectorias históricas que moldean el “comportamiento” de quienes participan en el juego electoral: cómo ganadores y perdedores, por medio de sus actitudes, consolidan o no las democracias. Pero también tienen en cuenta el papel de las instituciones y de las ideologías –candidatos de extrema son más propensos a subvertir la democracia–.
Los desarrollos recientes en Estados Unidos y Brasil ofrecen interesantes casos para reexaminar las teorías sobre el “consentimiento del perdedor”. Las trayectorias históricas pueden cambiar de dirección. Intervenciones prontas, como la del juez De Morães en Brasil, sugieren la importancia de contar con efectivas autoridades electorales.
EDUARDO POSADA CARBÓ