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Cuál singularidad

La poesía de las emociones políticas copia las estructuras de la ilusión religiosa.

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“Delirio americano es el título que le dio Carlos Granés a su ensayo sobre la historia de la cultura en este subcontinente de mala fama. Los americanos oscilamos entre el autodesprecio del complejo de hideputa de que hablaba Fernando González y la hipertrofia del ego, la exaltación de unas particularidades inexplicables sin apelar a un arsenal de metáforas ampulosas e ilusionismos retóricos, que en ocasiones señalan un propósito: por ejemplo, dispersar el virus de la vida por las estrellas.
(También le puede interesar: Culebreros mayores)
Por esfuerzos que haga se cuelan en la interpretación histórica el carácter del analista, hábitos lingüísticos, modos aprendidos de entender, lo que llaman la tradición, esa bruma que incluye prejuicios, fábulas y sueños. La objetividad del historiador es inalcanzable pues el pasado siempre se está transformando, corrigiéndose para justificar sus diabluras o en busca de una coherencia en el caos aparente de los acontecimientos.
La hipotética singularidad latinoamericana está hecha de dictadores excesivos que ofrecen funerales a su pierna amputada, demagogos que aspiran a curar el sarampión cubriendo los bombillos de las ciudades con cucuruchos, eruditos que emprenden guerras civiles por discrepancias gramaticales: lo más parecido, en efecto, a un delirio, en paisajes de enredaderas y guacamayos echando discursos en los arbolocos como políticos en campaña perpetua. Eso que la literatura de García Márquez llenó de gloria cuando por consenso universal se le permitió encarnar al Blamacán de ese cuento suyo que va por el mundo con camisas de seda de gusano legítimo, llevado por un chofer que fue cantante de ópera y bailando con las reinas de belleza.
Lo más probable es que no vivimos bajo el látigo diabólico de los empresarios. Y tampoco debió existir un paraíso original.
La poesía de las emociones políticas copia las estructuras de la ilusión religiosa. Solemos contar nuestra historia como si fuera la crónica de una familia buena pero desavenida que se levanta cada día a inventar el mundo donde no había nada, a matarse por costumbre y lamentar su suerte. Pero contemplados sobre el lienzo general de los anales de la especie no somos tan raros. Nuestras revoluciones independentistas fueron los remezones de unos conflictos imperiales remotos. Nuestros dictadorzuelos escamados de medallas, en palacios labrados a imitación de los griegos, se parecen a los reyes cornudos del viejo mundo con sus concubinas, sus ataques de gota, armiños y migrañas.
La biografía de Bolívar de Marie Arana pone al lector en trance de realismo mágico. O trágico. Los capítulos dedicados a las primeras campañas bolivarianas lo presentan como el demente que su hermana pensaba, como el demonio que predicaban los obispos monárquicos. Las descripciones espantan, pero sobre todo avergüenzan. Los campos humeantes, los esqueletos mecidos por el viento en las horcas públicas, las cabezas cubiertas de moscas en jaulas de hierro en las plazas. Suenan como las rimas borrachas de un poeta inhumano. Que recuerda las vejeces de Homero.
Tal vez los seres humanos somos un solo animal multicolor que un día tiembla de miedo de ser nada y otro se entrega a hinchar el orgullo. Lo más probable es que no vivimos bajo el látigo diabólico de los empresarios. Y tampoco debió existir un paraíso original. A lo mejor el paraíso aún está en el porvenir, empollando sus huevos de azúcar en un nido de babas. O es una trama del instinto de conservación para mantenernos uncidos a la noria, condenados al canto de sirenas de la esperanza.
La biografía de Arana dibuja la parábola de un venezolano viudo y rico que declara la guerra a un imperio desfondado, borra la tercera parte de sus compatriotas de la faz del mundo en el empeño, arrasa lo construido por otros en siglos de trabajos y acaba vomitando negro, maldiciendo su quimera, atendido por un médico francés, en la casa de un español generoso, invocando a Jesús y a don Quijote, y delirando, cómo no, con un barco fantasma que nunca vino a salvarlo de sí mismo.
EDUARDO ESCOBAR

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