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Una vez hice una fiesta que nadie entendió, en homenaje a una máquina.

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Una vez hice una gran fiesta que nadie entendió, en homenaje a una máquina que iré desde que vi la primera en mi vida, brillando en una mesa, en un silencio lleno de majestad. La fiesta fue en una galería de arte que fundé. Y que no duró mucho.
Muchos años después descubrí que otras personas como yo rinden tributo a ese ículo maravilloso, liviano como un pétalo. En mi fiesta entregué a los invitados, envuelto en un cuadrado de papel de seda de cinco centímetros de lado, un clip en recuerdo. Pero nadie lo valoró, y mientras tomaban la primera copa muchos arrojaron el suyo en una papelera, lo abandonaron en el alféizar de una ventana o en la bandeja de un mesero de paso. Unos pocos lo guardaron en un bolsillo. Y siguieron con los pasabocas.
En Amherst, Canadá, estuvo el que parece ser el más grande del mundo. Fabricado en 1998, ahora es exhibido en Massachusetts, Florida, desde el 2001. De seis metros de largo y una tonelada de peso, no sirve para casar dos facturas en una carpeta, para pescar otro ahogado en el fondo de un tintero, para extraer un semejante de la ranura del cajón de un escritorio, para desbloquear la bandeja de una computadora, para desopilar una pipa, para rascarse las orejas, para señalar un libro. La única utilidad del clip de Amherst es honrar la simplicidad de una máquina.
Hermano menor del gancho de ropa, y primo hermano del escueto alfiler, ese pequeño bucle de alambre de maravillosa sencillez ha contribuido de un modo decisivo a mantener la coherencia de este mundo proclive a las dispersiones. Ya de niño me pregunté quién habría sido el inventor de ese artilugio tan razonable. Y nada me hace más feliz que hallar inesperadamente un clip abandonado entre ripios de tabaco en un bolsillo. Me produce mucha seguridad, una incierta certidumbre de que no todo está perdido para nosotros, el tacto de un clip en el pliegue de la pequeña noche de trapo de un bolsillo.
Me dolió saber que su historia también incluye un enredo de latrocinios y arrogancias. Tan perfecto y ecuánime, no pudo sustraerse a las amarguras de verse entre abogados.
3erfEl hallazgo genial de los bizantinos, que hacían sus clips de cobre para fijar los documentos imperiales, acabó contaminando su historia con la rapacidad del siglo XIX, cuna al capitalismo moderno, y fue llevado a los tribunales en cabeza de Samuel Fay, en 1867, de J. Wright, en 1877, y del noruego Vaaler después, quienes se declararon los dueños de la idea, la patentaron con artimañas, y fabricaron clips a mano hasta que Middlebook diseñó la máquina para hacerlos en serie, promoviendo su proliferación.
El insaciable espíritu fáustico empeñado en traspasar los límites de lo conocido detrás de la perfección última de las cosas, al cabo de medio centenar de clips regulares, irregulares, redondeados, rectangulares, angulares, dobles, triples, en forma de M y de e minúscula, lanzados al mercado bajo diversas denominaciones, no consiguió superar el llamado GEM de 1920 que vemos por todas partes donde menos se espera. El GEM prevalece. En medio de las veleidades de este mundo parece la única cosa acabada, con la simplicidad que distingue los frutos de la sabiduría. A veces hago variaciones sobre el GEM, lo desdoblo, lo llevo a la tercera dimensión, lo estiro, lo metamorfoseo, y jamás me desilusiona. El resultado es siempre un objeto perfecto, con la elegancia de una escultura abstracta, perfectamente equilibrada y expresiva.
El clip es lo que más se parece a la verdad porque se ofrece sin retóricas. Cómo pudo Bizancio contradecir su espíritu con el aporte invaluable del clip a la civilización humana, habiéndonos heredado también la inútil cavilación sobre el sexo de los ángeles, no sé. Si lo traigo a cuento es con la esperanza de que la imagen del clip nos ayude a mantenernos coherentes el año entrante. Nos hará falta en el ventarrón de los tiempos que vienen.

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