Juro por Dios hecho hombre, muerto y resucitado al tercer día que quería escribir un texto alegre. Algo amable, esperanzador, ligero. Con esa idea me asomé a las redes sociales, a algunos medios escritos, a la conversación de domingo, pero todos me defraudaron. En las primeras citaban a Thomas Mann y a Camus diciendo: “El fascismo está derrotado, pero no muerto”. En un diario encontré un artículo comparando a Trump con Hitler, mientras que en la mesa mis amigos hablaban de hombres fuertes, líderes de mala fe, sistemas económicos que predicen comportamientos luego de robar la información sobre nuestras vidas para luego articular las decisiones que tomamos en una dirección determinada. Como marionetas, pensé, como zombis. Y acepté con resignación que no podría escribir nada bueno sobre nada.
Entonces me senté a la mesa y mientras comía papas con chimichurri y me tomaba una cerveza asentía cuando decían que ya no hay manera de diferenciar lo verdadero de lo falso, que hoy nos dominan los discursos autoritarios a nivel global, de Trump a Putin, pasando por Bukele, Maduro, Xi Jinping. Mi amiga Ana cuenta de sus alumnos de bachillerato que “no pueden leer más de dos párrafos de corrido”, mi amigo Pablo menciona cómo TikTok o YouTube tienen a Hollywood en jaque, y Ana continúa con su diatriba de los jóvenes que, según ella, “ya no salen, no se enamoran, no quieren tener una familia, están demasiado asustados de un mundo en vías de extinción”. “El mundo es de los radicales”, completa.
De repente nos veo de lejos como si fuera un dron sobrevolando la mesa. Entonces me da un poco de vergüenza ajena: un grupo de cuarentones de clase media tomando cerveza y comiendo carne bajo el sol mientras escuchamos a Lou Reed y hablamos del planeta que se acaba, del abismo acechándonos.
A mis hijos y los de mis amigos les pusimos una película. Pero para ellos es lenta, prefieren meterse a ver videos a la velocidad ruidosa de TikTok. Nos veo, me veo, con una mezcla de pena y compasión, entiendo que parecemos haber aceptado la derrota, como si no hubiera salida.
Me da un poco de vergüenza ajena: un grupo de cuarentones de clase media tomando cerveza y comiendo carne bajo el sol mientras escuchamos a Lou Reed y hablamos del planeta que se acaba, del abismo acechándonos
Tal vez lo más extraño es sentir que estamos aquí por nuestra propia voluntad, comentando la debacle, casi a punto de caer, como los músicos del Titanic tocando mientras el barco se hundía. Entonces me pregunto si será puro cinismo, o si creemos que en el fondo no es tan grave, que no es como que la vida, tal como la conocemos, esté llegando a su fin. O será que sabemos que no hay remedio, que los tiempos de libertades individuales, opinión independiente y luchas sociales incluyentes han quedado atrás. Ya solo queda la represión, la dominación desde el lenguaje, la censura, el control, el miedo inductor de la obediencia en un mundo liderado por fascistas como los de hace un siglo, pero con poderes más absolutos y sutiles como los que provee la tecnología.
Realidad aparte, ha salido el sol, somos amigos, no nos veíamos hace tiempo, tenemos ganas de reírnos, no se puede estar siempre estresado, ansioso, asustado, pensando en el apocalipsis. Hay que soltar la presión, no todo puede ser Putin, Netanyahu, Trump, la actualidad, la guerra de mercados, de aranceles, de información, de ideologías, de religiones, de políticas, de tecnologías... Y luego están los recortes en la empresa, la incertidumbre de si renovarán el contrato, en fin, intento distraerme, porque eso es lo que hacemos, distraernos. Hundirnos en la inercia de las redes sociales, los videojuegos, los programas de entretenimiento, los chismes del momento, los escándalos, los horrores de los unos y los otros, todos vistos desde la comodidad de la pantalla en nuestras casas, desde el sofá, mientras afuera puede que llueva, puede que truene, puede que venga un tsunami, pero no sobre nosotros, al menos no en este momento.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes