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Detonación y declamación

Fueron cinco minutos inmóviles y eternos, casi para acompañarlos con los versos de Quevedo.

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Ayer martes, que cuando esto se publique el jueves ya será anteayer, el tiempo de las columnas de opinión es tan arbitrario y huidizo como el de las Confesiones de San Agustín que siempre se columpiaba entre el pasado y el futuro sin morar ni un instante en el presente, que parecía no existir justo por eso, porque el día venidero se tragaba al anterior y así al infinito, ayer martes, en fin, anteayer, llegué por la tarde a mi barrio y no pude entrar.
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La policía había acordonado el sector y varios de sus iban y venían con sigilo y gravedad; un agente desviaba el tráfico de los carros y también nos pedía a los peatones que nos fuéramos a otro lado, lo cual suele producir, al menos en nuestro país, el efecto contrario, y todos nos quedamos allí: tanto los conductores que bajaban la velocidad y preguntaba con el gesto qué está pasando hasta los viandantes que les respondíamos sin tener la menor idea.
Aunque muy pronto se supo la razón de tanto revuelo y tanto misterio: un motociclista había parado frente a un poste en una esquina, una hora antes, había mirado para todos lados, dijeron los testigos, y había soltado un maletín oscuro sobre el andén. La sospecha es que fuera una bomba o algo así y algunos vecinos alertaron a las autoridades, que llegaron en el acto a acordonarlo todo y a revisar con minucia el presunto explosivo.
Lo increíble es que mientras todos esperábamos el estruendo, un señor muy amable se me acercó y me empezó a hablar de poesía, así de la nada.
Cuando yo llegué ya el lugar estaba lleno de gente, muy a la colombiana: unos rezaban, otros se miraban entre sí y hablaban con los ojos y asentían, en un diálogo elocuentísimo sin una sola palabra, otros en cambio especulaban con absoluta certeza sobre los posibles móviles del atentado. Un muchacho al lado mío, y me consuelo con llamarlo muchacho porque tenía más o menos mi edad, me dijo aterrado: “Esto no lo vivíamos desde hace treinta años…”.
Me pareció que tenía razón, me pareció una verdad atroz y desoladora. Le iba a contestar algo pero entonces la policía nos hizo correr y ahora sí desaparecer de allí porque se iba a producir lo que Alejandro Gaviria llamó en tiempos recientes una “explosión controlada”, solo que en este caso sí lo fue de verdad y en menos de cinco minutos se oyó el estallido, una implosión en seco más parecida a la de un petardo o un ‘tote’ de los grandes.
Lo increíble es que mientras todos esperábamos el estruendo, un señor muy amable se me acercó y me empezó a hablar de poesía, así de la nada. Yo se lo señalé no sin cierta angustia, le dije que solo en Colombia podía pasar que a la espera de la explosión de una bomba, dos extraños acabaran cruzándose sonetos como en una especie de conjuro, un acto de fe y de resignación. Él me respondió: “Y eso que no has oído declamar a mi tío Andrés…”.
Fueron cinco minutos inmóviles y eternos, casi para acompañarlos con los versos de Quevedo: “Ayer se fue; mañana no ha llegado; / Hoy se está yendo sin parar un punto…”. Y mientras esperábamos el estallido de ese maletín abandonado, yo no dejaba de pensar en el delirio o el prodigio, o ambas cosas, de mi conversación con ese señor que en nombre de la poesía abrió allí como otro surco de la vida, un camino paralelo, un refugio.
Entonces vino la explosión controlada y todos nos quedamos quietos, un segundo nada más, y luego fue como si el orden de las cosas recobrara su ritmo y su velocidad, todo volvió a la normalidad: abrieron la calle, la gente empezó a caminar, los carros siguieron, el mundo volvió a girar. Me despedí de mi contertulio como si nada, aunque le volví a insistir en que solo aquí podía pasar algo así, me respondió: “Eso es la poesía”
Luego llegó una moto, un hombre angustiado iba en ella. Lo oí preguntar si alguien había visto un maletín verde que había dejado allí con una herramienta y un portacomidas.

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