Desde los albores de nuestra estropeada república hasta hoy, el sistema educativo ha seguido anclado a los valores impuestos a sangre y fuego por la corona española. No obstante habernos independizado de los colonos, nunca hicimos un esfuerzo por recuperar las lenguas y culturas indígenas.
Lo bueno y lo bello, lo deseable, lo irable, siguieron siendo la historia, la cultura, la sociedad, la religión y la lengua españolas. Aún hoy predominan en los libros de historia el Medioevo, el Renacimiento, la Revolución Industrial, dejando de lado la historia de los pueblos indígenas, sus lenguas, sus narraciones, su música, sus creaciones artísticas.
A los indígenas se los recluye en museos, en las secciones previas a la llegada de los españoles, como entidades perdidas en el tiempo, no como sociedades vivas y activas en nuestra cotidianidad como nación. O acaso ¿quién puede jactarse de haber estudiado quechua? ¿Quién conoce los mitos fundacionales de los chibchas, de los arhuacos o emberás? ¿Qué representaron para estas comunidades el despojo brutal y el aberrante sistema colonial? No lo sabemos, no nos importa, no hace parte de nuestra educación más elemental.
El cambio debe venir desde la academia, pero también desde nuestra propia cotidianidad, enalteciendo manifestaciones culturales que merecen ser reconocidas tanto o más que aquellas traídas por los invasores.
Los pueblos indígenas merecen tener una presencia en los libros de historia, en la radio, en los museos de arte contemporáneo y en los salones de clase; y cuanto antes ocurra, mejor.
Por fortuna, las nuevas generaciones de jóvenes indígenas han empezado este proceso y artistas como Renata Flores y Lenin Tamayo son los precursores del denominado quechua rap y quechua pop (q-rap y q-pop). Estos dos jóvenes peruanos han decidido cantar sobre su cultura inca y lo hacen en quechua, porque es su lengua y es su cultura.
La acogida ha sido avasalladora y es señal de que ha llegado la hora de volver la mirada hacia estos pueblos cuyas lenguas existían en territorio americano siglos antes de la llegada del inglés, del francés, del portugués y del español.
Académicas como Tulia Falleti en la Universidad de Pensilvania y Andrea López en Austin College se han dedicado a recuperar las historias de estas comunidades olvidadas por la historia. Sus esfuerzos son encomiables e inspiradores, pues buscan dar un vuelco a la historia que nos han enseñado en los salones de clase durante siglos. Sus esfuerzos tienen lugar en medio de gran resistencia, no solo dentro de la academia estadounidense, cada vez más amenazada por políticos y empresarios de derecha, sino en Latinoamérica, donde la sociedad sigue condicionada para alabar las culturas europeas y para despreciar las propias.
Pero así como pudimos librarnos de un sistema foráneo y opresor, como lo fue la Corona española, de igual forma podríamos reestructurar el sistema educativo de modo que cuente la versión real de los hechos y que enseñe, por fin, las lenguas indígenas de nuestro territorio y no lenguas colonizadoras. Los pueblos indígenas merecen tener una presencia en los libros de historia, en la radio, en los museos de arte contemporáneo y en los salones de clase; y cuanto antes ocurra, mejor.
Somos todos hijos bastardos de una nación dominante y de otra dominada, negacionistas de nuestras raíces, de la cultura que nos corre en las venas. Es hora de que el sistema educativo en Colombia se descolonice, que se centre en la historia de los oprimidos, no del opresor, y que reivindique una riqueza cultural sobrecogedora que se ha ocultado durante demasiado tiempo.