Vivimos en "tiempos de emergencia". Aquí y en todo el mundo. Y en tales tiempos se impone el cortoplacismo. Las visiones de futuro quedan entonces acotadas o, simplemente, el presente lo envuelve todo.
En dichas circunstancias, ¿cuál es el destino de la democracia? ¿En qué medida las ideas sobre el futuro se relacionan con la democracia?
Estos son los interrogantes centrales del libro del profesor Jonathan White In the Long Run. The Future as a Political Idea (2024). Sus páginas ofrecen una seria reflexión sobre el impacto de las distintas concepciones del futuro en las formas de organización social, con énfasis en las democracias.
Su punto de partida es la preocupación por cierto aire generalizado de fatalismo, bajo el cual desaparecen horizontes prometedores de largo plazo. La coyuntura, en permanente crisis, no deja espacios para buscar inspiraciones en el futuro, gran aliado de los movimientos progresistas en el pasado.
White ubica el surgimiento de la democracia moderna con cambios sustanciales en las concepciones sobre los tiempos históricos: En la antigüedad, la democracia era una "descripción del presente"; en "el mundo moderno es algo por venir", atado a la idea de un "futuro abierto", lleno de posibilidades que alimentaron aspiraciones.
En efecto, la idea del futuro parece haber surgido al tiempo en que se reinventaba la democracia para la modernidad. Con anterioridad, parecíamos condicionados ya por concepciones de un mundo estacionario, sin mayores cambios, o ya predeterminados por el orden divino. A partir de mediados del siglo XVIII, las revoluciones en Estados Unidos y en Francia alimentaron distintas nociones del tiempo, donde se abría el campo para un futuro construido por la agencia de los seres humanos.
White antepone un acercamiento distintivo de la democracia, asociada con un futuro abierto y maleable, capaz de ser forjado en el largo plazo por valores compartidos, con narrativas pacientes de esperanza.
La democracia moderna, advierte White, nunca tuvo desde sus inicios el monopolio sobre el futuro. Muy pronto, el futuro fue objeto de disputas, de diferentes interpretaciones.
Para los revolucionarios ses, "no había tiempo para esperar". Similar desespero manifestaron los "socialistas tempranos" de comienzos del siglo XIX, con sus “deseos de transformaciones inmediatas”. Mientras tanto, los liberales, ilusos y complacientes, se fijaban en un futuro más bien lejano, en una larga trayectoria donde se resolverían los problemas.
White presta mayor atención a las visiones del futuro que inspiraron a Mussolini y el fascismo. El Manifiesto futurista, del artista italiano Filippo Marinetti, publicado en 1909, fue una “declaración de impaciencia” con el pasado, y un "llamado" a la transformación veloz de las cosas. Mussolini incorporó el futurismo de Marinetti a su movimiento, cuya noción de cambio acelerado abonó en el fascismo sus apegos por la “destrucción creativa” y sus preferencias por la política emotiva por encima de la discusión racional.
Frente a estas ideas "exageradas" del futuro, White antepone un acercamiento distintivo de la democracia, asociada con un futuro abierto y maleable, capaz de ser forjado en el largo plazo por valores compartidos, con narrativas pacientes de esperanza que motivan las acciones colectivas.
Su diagnóstico es tal vez más claro que sus propuestas. Pero White ata el futuro que exige la democracia más con la representación que con la democracia directa. Acierta con lucidez al identificar la democracia como una premisa para discutir el futuro –una discusión que solo puede darse en libertad–.
Los tiempos de crisis, según White, son grandes desafíos para la democracia. Sobre todo si prevalece la política de confrontación que sobreviene cuando domina el corto plazo. Sin visión de futuro, la democracia pierde sentido.