En el siempre insuperable Diccionario de uso del español, de María Moliner, se define la democracia como un “sistema de gobierno en que los gobernantes son elegidos por los ciudadanos mediante votación”. Luego hay una serie de entradas sobre la ‘democracia cristiana’, la ‘democracia orgánica’ y la ‘democracia popular’, descrita así por esa señora que atesoró, ella sola, el mar prodigioso de su lengua: “Régimen basado en el sistema político de la Unión Soviética”.
Cuando ese diccionario se publicó, en 1966, los prejuicios de la llamada ‘guerra fría’ aún lo atravesaban y teñían todo, como si el mundo estuviera condenado a vivir partido en dos mitades absolutas e irreconciliables. Fue ese el signo de buena parte del siglo XX: décadas feroces de un agotador maniqueísmo ideológico en el que había que estar o con los Estados Unidos o con la Rusia comunista, más no se podía en ese orden binario y paranoico.
Por eso el contraste que recoge María Moliner en su diccionario entre la democracia a secas y la ‘democracia popular’ es tan revelador, porque desde hacía tiempo existía una corriente política, aún vigente en nuestra época, para la que la democracia liberal y representativa no es sino una fachada del capitalismo y sus oligarquías, una coartada dictatorial y represiva para perpetuar el orden económico inmoral e injusto del capital.
Lo que no deja de tener un cierto sentido histórico, porque aunque son dos cosas distintas y de alguna manera paralelas, la evolución de la democracia y el capitalismo está enraizada en el mismo proceso político y cultural, el mismo sistema de valores de eso que llamamos la modernidad. Por eso hay quienes no aceptan la esencia de la democracia liberal, la consideran una farsa, un ritual prescindible en la lucha por la justicia social.
De ahí la doble moral y la hipocresía innegables de todos los que viven desgarrados contra la tiranía y el despotismo pero que están dispuestos a justificarlos cuando los que los ejercen son regímenes cercanos a su corazón, a su ideario.
Quienes piensan así por lo general militan en proyectos políticos mesiánicos, absolutistas y teleológicos (y teológicos): utopías que no iten matices ni revisiones; promesas de un mundo mejor que solo es posible si se aplica el recetario dogmático e inamovible que ellas prescriben. Ese objetivo trascendental y último lo justifica todo: la violencia, la corrupción, la represión, la miseria, la censura, todo: ya llegará el paraíso, ustedes tranquilos.
Del otro lado, en cambio, está la democracia con sus grises conquistas y sus imperfecciones, sus principios tantas veces fallidos y defraudados: el triunfo de las mayorías y la tutela de las minorías, la división de los poderes públicos, la prensa libre, el respeto por los derechos individuales y colectivos. Y claro, la libertad económica, la esencia del capitalismo. Mientras exista el capitalismo, dicen sus enemigos, la democracia liberal no es más que una mascarada.
De ahí la doble moral y la hipocresía innegables de todos los que viven desgarrados contra la tiranía y el despotismo pero que están dispuestos a justificarlos cuando los que los ejercen son regímenes cercanos a su corazón, a su ideario. Acudiendo siempre, además, a una falacia que uno podría llamar en latín ‘peiores estis’: “Ustedes son peores, cállense que ustedes hacen lo mismo”. Como si invocar la perversidad ajena lo redimiera a uno de la propia.
Con ese argumento, muchos que siempre están predicando desde el balcón de unos valores que proclaman universales –la igualdad, la libertad, la justicia– los relativizan por solidaridad ideológica y se hacen cómplices de horrores que en otras circunstancias, si fueran perpetrados por sus contradictores, serían los primeros en condenar. Pero no siempre les repugnan los métodos oprobiosos del enemigo, no si son ellos los que los usan para sus brutales utopías.
No les gusta la democracia que decía María Moliner: les gusta, aún hoy, la de la Unión Soviética.