Cantinflas

Ya no hay vuelta atrás. Había estado a punto de escribir esta columna, mil y una veces, pero sin falta terminaba reducida a frase suelta porque siempre me mordía la lengua –quiero decir: siempre me amarraba los dedos– cuando estaba a punto de teclear la primera palabra. Empieza aquí. Es una defensa empecinada de Cantinflas. Porque desde que Trump amaneció convertido en candidato, en el año bisiesto, año siniestro de 2016, revivió de polo a polo la tentación de comparar los monólogos culebreros de los políticos con los monólogos magníficos de Cantinflas. Y, en nombre de clásicos del cine como Ahí está el detalle, Si yo fuera diputado, El bolero de Raquel, Sube y baja, El analfabeto y El extra, me parece que hoy es el día justo para poner las cosas en su sitio: Cantinflas es todo lo que estos políticos no son.

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Cantinflas sí domina las palabras. En 1992, cuando estos políticos estafadores, de tiempos de la posverdad, no estaban en nuestros planes, la Real Academia de la Lengua sumó a su diccionario infinito no sólo el verbo cantinflear, “hablar de forma disparatada e incongruente sin decir nada con sustancia”, sino los vocablos cantinflada, cantinflas y cantinflesco. Fue apenas justo: Cantinflas es una lengua en común. Y uno sí piensa en él, como rezándole, cada vez que se extravía en lo que está diciendo. Pero sus monólogos absurdos, llenos de viceversas e ingenios, son obras de arte: no son las alocuciones mitad maquiavélicas, mitad temerarias de Petro, por ejemplo, que llevan adentro vaticinios de golpes blandos, citas paradójicas de Habermas, estigmatizaciones a la prensa en la firma de un pacto por la libertad de prensa y confusos llamados al pueblo a “ir por el poder”. Ya quisiera Petro ser cantinflesco.

Cantinflas no miente, no, Cantinflas hace ficción. Nos articula la vida para hacerla comprensible emocionalmente. No nos retuerce la realidad, ni nos embauca ni nos explota los miedos para quedarse con todo, como lo ha hecho Trump. El martes pasado, en el surreal debate con Kamala Harris, se le vio obsoleto, mentiroso e impostor mientras se permitía –por ejemplo– acusar a los inmigrantes de comerse las mascotas gringas. Cada afirmación que soltaba, 3 por ciento cierta, 47 por ciento falsa y 50 por ciento infame, era un recordatorio de que lo suyo es decir cualquier cosa. Lo que sea. Lo que venga. Lo que sirva. Es increíble que nuestros presidentes neoconservadores, Pastrana, Uribe, Duque, hayan sido sus lagartos. Es increíble que se insista en que Trump no manipula, ni insulta la verdad, sino que cantinflea.

Porque Cantinflas sí es chistoso. Cantinflas no da miedo. En un par de décadas, cuando le gente piense en estos tiempos en los que la reavivación del narcisismo estuvo a punto de acabar con todo, y piense, sin recordar los apellidos ni las fechas, en estos políticos inmaduros que malgastaron e infantilizaron la política, Cantinflas seguirá en pie. Soltará sus peroratas magistrales en esas comedias suyas, dirigidas por Miguel M. Delgado, que son formas de la compasión. Bailará flamenco en La vuelta al mundo en ochenta días. Cantará La barca de oro en Un Quijote sin mancha. Creerá firmemente, él sí, en el discurso paródico que lanza en Su Excelencia: “Para mí todas las ideas son respetables, aunque sean ideítas o ideotas, aunque no esté de acuerdo con ellas”, repetirá cada vez que lo queramos. “El respeto al derecho ajeno es la paz”.

Yo acepto que los políticos charlatanes no entiendan ni quieran entender. Yo me resigno a que los políticos falaces hagan lo que sea para quedarse con un país de todos. Pero que nos comamos sus patrañas nosotros, que tenemos a la mano las comedias piadosas de Cantinflas, es mucho más triste que chistoso.