Esa sabiduría empírica y la fina sensibilidad para identificar y comprender la extraordinaria gama de significados de la naturaleza –los más complejos y los más sencillos‒, así como el dominio en el manejo de las plantas, de los animales y de los ríos, fueron valores apropiados por su experiencia al conocimiento adquirido por don Fermín Rodríguez Ocampo en el aula magna de los bosques quindianos a comienzos del siglo XX (1914) en Circasia la libre, su patria chica, cuya población libraría después una bravía lucha contra los dogmas petrificados del catolicismo para construir el Colegio y el Cementerio Libres.
Qué paradoja. Don Fermín, ese ejemplar caballero, humilde y sencillo como el que más, el anciano sabio e inteligente que conocí, apenas si sabía leer y escribir. Pero con su dedicación a transformar lo inhóspito en apacible y cómodo hábitat sin abrirle heridas irreversibles a la tierra sino abonándola con sus propias manos llenas de afecto, sembrándola de cromáticos jardines y frutos aromados, no solo estaba preparándoles un escenario sugerente a los poetas y pintores del porvenir, sino demostrando que la vida es mucho más que un breve tránsito entre dos oscuridades.
Se reunían en él contradictorias características que daban pábulo a una personalidad al tiempo magnética y elusiva. Por una parte, una avasalladora timidez conjugada con una sabiduría aprehendida de la interacción de las especies, de las abejas, de las hormigas, de las aves, para adaptarla al posconflicto de los años cincuenta, a la convivencia civilizada alejada del sectarismo bipartidista y del lenguaje cifrado de esa forma instrumentalizada de ciencia y tecnología, que produce calamidades y destrucción.
Don Fermín era un creador de vida(s). Porque su vida –una longeva cepa genética– ha tenido lugar dos veces, una vivida y otra sembrada; esa que dejó en los extensos y prolijos cultivos destinados a sobrevivirlo para siempre, para darles vida a otros por muchos años que a su tiempo vivirán, vivirán, vivirán si el conflicto sociopolítico y el modelo del neoliberalismo no se los impide.
Estaba gobernado por una ley, la de la ética que a su vez era la lógica de su orden mental y de su disciplina artesanal. Así como el movimiento de los astros está gobernado por la ley de la gravitación, a él lo gobernaba la ley de la razón moral. Tras su cotidiana taza de café a la madrugada preparado por doña Marina González Parra su sensible compañera y esposa, salía a transformar el monte en simétricos sembrados y a regodearse con su universo en movimiento: el alegre concierto de las aves en los árboles y el rumoreo de los cristalinos cauces tributarios del río Quindío. Sosiego pleno del amanecer interrumpido por campanarios y cantos de gallos de roja cresta al apagarse el resplandor de las hogueras crepitantes. Entonces las sombras de la noche se agitaban cruzadas por los primeros rayos del sol.
La incipiente educación le había aportado a sus reflejos, elementales bases matemáticas que lo orientaban en los cálculos de la producción agropecuaria, en las distancias y en un concepto geométrico para desarrollar la arquitectura vegetal con que fue poblando las aldeas dispuestas a emanciparse de la vieja y sangrienta ruralidad en Génova y Quimbaya, y que le sirvió para dotar la vivienda suya y la de sus muchos amigos campesinos liberales desplazados, de la mueblería de cedro y mimbre, en cuya construcción era todo un inspirado artista.
A los 99 años, el 26 de julio de 2013, después de dedicar su último tiempo a abrazar la naturaleza viva de la que estuvo siempre rodeado y enamorado, como de su esposa y de sus hijas Myriam, Julieta (q. e. p. d.), Martha y Luz Amanda, don Fermín entregó sus cenizas a la tierra de dónde provino; es decir, “al lugar del nacimiento, del crecimiento y el amor”.
ALPHER ROJAS CARVAJAL