El fallecimiento del genial escritor independiente, columnista de opinión, ensayista brillante y recursivo historiador Antonio Caballero Holguín ha tocado las fibras más sensibles de la sociedad democrática y progresista de nuestro tiempo.
La intelectualidad moderna partidaria del cambio sociopolítico del que fue una destacada (y solitaria) figura y aquella franja sin adscripción partidista alguna, pero atenta al ‘análisis concreto de la realidad concreta’, han expresado su pesar con valiosos testimonios biográficos, como los de sus notables colegas Enrique Santos Calderón y Carlos Restrepo en este diario.
Pese a que Colombia no ha logrado una esencial transformación de su institucionalidad ni el advenimiento de una clase dirigente idónea en términos de cultura política y de convivencia pacífica, culturalmente el magisterio periodístico de Caballero Holguín no transcurrió en vano.
Caballero puso de presente en formidables ensayos –que cubrieron un amplio abanico temático y temporal– la perspectiva general de una multiplicidad de intereses históricos y artísticos que dominó, y esa arquitectura de valores que campea a lo largo y ancho de su trabajo intelectual, en el que estampó la riqueza de la experiencia vivida y su inmensa curiosidad intelectual.
Con una actitud programática de denuncia, “vigilancia y vigilia sin cuartel frente al poder y sus metástasis”, como expresara Gunter Grass, la suya fue siempre una postura inclaudicable, indubitable y erguida, muy cercana y análoga al famoso J’accuse de Zola. Así, quiso Impulsar un debate franco, sin dogmatismos, distante del pragmatismo oportunista de los tecnócratas ambiciosos del neoliberalismo.
Caballero poseía una inteligencia fértil y una rara capacidad para interpretar críticamente los procesos en curso, así como para advertir con insólita precisión los resultados al cabo de decisiones económicas inadecuadas. Escribió siempre con el propósito de instruir desde la sana crítica: el corolario de sus escritos estaba orientado a propiciar la refundación de lo público desde el territorio de la ética.
Era un intelectual riguroso cuyo conocimiento respaldaba en selectas y exquisitas lecturas de los clásicos fundadores de las ciencias de la discusión, la antropología social, la sociología política y disciplinas jurídicas y económicas, así como en investigaciones bibliográficas consultadas en la academia universitaria y en la correspondencia personal con científicos y especialistas, en institutos y centros de pensamiento productores de estadísticas multisectoriales sin hacer ruido, pues además del gusto por el derecho (carrera que no quiso concluir en la Universidad del Rosario a cambio de estudiar Ciencias Políticas en Europa) tenía una fascinación por áreas diversas del conocimiento.
La pluma de Antonio Caballero era, al contrario de su timidez proverbial, una desafiante avanzada del buen decir.
Ni ficcionalismos extraviados ni fantasía divagante, muchas veces su producción le llegó al público lector de la mano del sarcasmo propio del maestro. Ese sardónico acento circuía su sistema neuronal por las vías de la genética ancestral de su padre, el maestro Eduardo Caballero Calderón, y de su tío, el célebre humorista Lucas Caballero (Klim). Ambos representativos de esa interfase entre el político ilustrado y el científico –descritos por el sociólogo Max Weber–, y quienes lograron tipificar en su producción intelectual y artística las características jerárquicas del conflicto dominante en la sociedad.
La pluma de Antonio Caballero era, al contrario de su timidez proverbial, una desafiante avanzada del buen decir, respaldada en una causticidad sin sonrojos; tuvo la virtud de llevar a sus numerosos lectores con mano maestra por la historia de Colombia. Desde el Descubrimiento, su trabajo atraviesa con fuerza la política con conceptos que se despliegan por una multiplicidad de circuitos de inspiración moderna.
Ya en la década de los setenta, desde la revista Alternativa con García Márquez, Enrique Santos Calderón y Daniel Samper Pizano, invitaba a tomar partido, a enrutarnos por la bulliciosa algarabía democrática de las calles, a “tomarse en serio el momento cultural” para superar aquellas dificultades que no solo afectan al trabajador popular de encallecidas manos, sino al trabajo inmaterial y cognitivo.
Ya al final de su vida se dio el gusto de apreciar las movilizaciones multitudinarias de 2020-2021 que paralizaron a Colombia pidiendo la transformación social y política del país y la superación de la violencia contra líderes sociales y populares y excombatientes del conflicto interno armado que suscribieron el proceso de paz, del cual fue entusiasta partidario.
ALPHER ROJAS C.