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Nacer migrante y en tiempos de pandemia

Más de 43.000 hijos de migrantes venezolanos han nacido en Colombia desde el 2015. 

Los hijos en medio de la pandemia, un panorama incierto que aqueja a varias familias migrantes.

Los hijos en medio de la pandemia, un panorama incierto que aqueja a varias familias migrantes. Foto: César Melgarejo / EL TIEMPO

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El llanto de una bebé se escucha en la sala. Samuel y Carolina toman entre sus brazos a su hija, Ester Sofía. Es 2 de abril de 2020. Un parto en pleno confinamiento.
Como Carolina, para ese momento había 8.200 mujeres venezolanas en estado de embarazo en Colombia, según datos del propio Gobierno. Su hija es ciudadana colombiana y su nacimiento refuerza para sus papás la idea de que no importan las fronteras.
Antes de arriesgarse a salir de su país vivían en Ocumare del Tuy, municipio de Tomás Lander en el estado Miranda, uno de los 23 que componen Venezuela. Allá la temperatura oscila entre los 32 y los 36 grados centígrados, nada parecido al frío que es el sello de su nueva casa: Bogotá, la capital colombiana. De esa otra vida no les queda más que un recuerdo y la nostalgia por sus familias.

Calles desoladas

Acá, en medio de la crisis más difícil del siglo XXI, están los tres solos, viviendo de calles que por cuenta de la pandemia y el confinamiento poco a poco abandonaron el caos y se sumieron en el silencio.
Samuel y Carolina conocieron dos ciudades diferentes: una llena de bullicio, del pito de los carros, de personas caminando rápido, siempre con afán, y de voces que se entrecruzaban por todas partes. De esa ciudad vivían y comían, con lo que les daba pagaban los 15.000 pesos de arriendo diario. Y ahora ven otra Bogotá: sin carros raspando el asfalto y, por lo tanto, sin vidrios para limpiar, que fue la forma que encontraron para ganarse el sustento.
En la capital de la república hay más de 300.000 venezolanos, la mayor concentración de los 1,8 millones que llegaron al país en los últimos cinco años. Muchos de ellos, como Samuel y Carolina, llegaron caminando. Lo hicieron a través de esa frontera de 2.219 kilómetros, a veces militarizada por uno u otro Gobierno, que es también la más poblada de América.
Ellos entraron de forma legal. Por eso no tuvieron que pagar la tarifa de entre 20.000 y 35.000 pesos que vale el paso por una de las 39 trochas ilegales que hay entre Cúcuta y Palmarito. Más específicamente, entre el barrio El Escobal y el Banco de Arena, los corregimientos que están a lado y lado del puente Francisco de Paula Santander.

Nacer en tierra ajena

Foto:EL TIEMPO

Pero parir en Venezuela no era una opción. En los últimos años, dice la Federación Médica Venezolana, unos 30.000 profesionales de la salud se han ido del país vecino, y los equipos para atender partos han ido desapareciendo.
La situación es más crítica que nunca en un país que llegó a tener uno de los mejores sistemas de salud de América Latina. La mortalidad materna se disparó al 65 % y la infantil, al 30 %. “Queríamos que nuestra hija naciera en Colombia y lo logramos”, dice Carolina. Aunque parir a 1.043 kilómetros de su tierra y su familia no deja de pesarles. Incluso aunque salieran de ahí “por un mejor futuro”.
En Bogotá, cada mes nacen unos 90 bebés de padres venezolanos. Desde agosto del año pasado tienen nacionalidad colombiana y en su registro civil no aparece el lapidario adjetivo que retrataba el drama de los que han salido del vecino país: apátridas. El beneficio fue retroactivo y por eso todos los niños nacidos en la misma condición que Ester Sofía son colombianos, con todas las de la ley. Pero la nacionalidad no los ha protegido de todas las afugias que han tenido que sortear los migrantes durante estos meses de enfermedad y confinamiento.
La situación ha forzado a muchos a regresar a Venezuela. Y aunque Carolina y Samuel quisieran volver a pisar su tierra, este no parece un escenario prudente ni una opción. Pero es el camino que han escogido más de 70.000 de sus compatriotas, más por desesperación que por otra cosa.
En un buen día de limpiar vidrios, Samuel podía reunir 30.000 pesos mientras ella se quedaba en casa cuidando su embarazo. Pero la ciudad desierta, que ahora parece empezar a despertar aunque el riesgo del coronavirus sigue rondando, les cambió la vida. Ahora Samuel se rebusca la forma de llevar aunque sea lo de la habitación y algo para los pañales, la comida, el tetero, todo lo que necesita un bebé.
Para ellos, puede que Bogotá no tenga ese olor a casa. Y tal vez en su ventana, en una habitación sobre la calle 19 del centro de la ciudad, nunca van a recibir el sol que tenían en su natal Miranda. Pero están agradecidos con aquellos que los acogieron, dicen, “de forma amable” y les han ayudado a mantener viva la esperanza.
Tal vez algún día vuelvan a casa. Pero por ahora se conforman con que esa emoción que sintieron con el primer llanto de Ester Sofía se repita una y otra vez.
VANESSA PARRA
Escuela de Periodismo Multimedia EL TIEMPO

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