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La carta de una madre que narra lo bueno y amargo de migrar a Colombia
Su familia ya tenía una nueva vida en nuestro país, pero la pandemia los puso nuevamente en jaque.
Si migrar es difícil, lo es el doble volver a perderlo todo por un virus que no terminamos de comprender. Foto: EL TIEMPO
Nuestra única opción era huir. De un momento a otro la vida nos cambió y para sobrevivir debíamos escaparnos a Colombia, pero no era una decisión fácil. Escuchábamos muchas historias sobre los riesgos a los que los migrantes venezolanos se enfrentaban del otro lado de la frontera. Lo más aterrador eran las advertencias de quienes nos decían que debíamos tener cuidado con los niños porque nos los podían robar. Eso nos dio muchísimo miedo, pero no detuvo nuestro plan de fuga.
No se me olvida la amabilidad de la gente que nos sirvió ese día la comida, una buena primera impresión que hasta hoy agradezco a Colombia.
A veces se piensa que uno se va de su país sin justificación, pero lo cierto es que nosotros necesitábamos sacar adelante a nuestra familia a como diera lugar y conseguir un diagnóstico para nuestro hijo mayor. Quedarnos no era una opción y creo que cualquier padre de familia me entendería: uno hace lo que sea por sus hijos.
Mi nombre es María*, tengo 31 años, nací en el estado Aragua, Venezuela. Estoy felizmente casada y soy la mamá de tres hijos: Andrés*, de 13 años; Isaías*, de 5, y Caleb*, de 2. Esta historia, que se ha movido entre la lucha, el terror, la escasez y la esperanza, es tan solo una de las muchas de quienes, bajo diferentes circunstancias, llegamos a este país pensando que era la tierra prometida.
Perderlo todo en tu propio país
Con Jairo* empezamos a construir una vida juntos hace 15 años. Teníamos una buena vida, mi suegro nos regaló un pedazo de terreno en el patio de su casa y allí pudimos construir nuestro hogar. Al tiempo, los dos trabajábamos en el comercio, comprábamos y vendíamos carros usados. También teníamos un taxi. No éramos millonarios, pero teníamos lo suficiente para satisfacer todas nuestras necesidades.
A los dos años quedé embarazada de mi primer hijo, Andrés. Como toda madre primeriza, me sentía ante un panorama desconocido. Todo empezó a complicarse después de estar dos días en trabajo de parto, pues eso hizo que al bebé le faltara oxígeno al nacer.
Con los años empezamos a darnos cuenta de que él era diferente, pero no lo llevamos al médico pensando que “eran cosas de niños”. Para ese tiempo mi país empezó a empeorar, la situación económica se iba deteriorando y ya la gente no compraba carros porque el poder adquisitivo se veía cada vez más disminuido. A eso se sumó que nos robaron el taxi. Nos quedamos con las manos vacías.
Mientras poco a poco se nos iban cerrando las puertas quedé embarazada de mi segundo y tercer hijo, los gastos eran cada vez mayores y llegamos a un punto donde tocamos fondo, ya no teníamos casi dinero para comer y mucho menos para llevar a Andrés a un especialista. Venezuela entró en colapso y nuestra economía también.
Pasamos varios meses buscando el vehículo que nos hurtaron, aunque lo logramos recuperar, estaba inservible, así que lo vendimos por piezas y con ese dinero logramos sobrevivir un tiempo. En medio de la crisis, cuando nuestro último hijo cumplió un año, en agosto del 2019, decidimos emprender la salida.
Foto:César Melgarejo / EL TIEMPO
Destino: Colombia
Les contamos a mis suegros el plan de irnos a Colombia, con el poco dinero que recolectamos hicimos mercado para dejar a los dos niños mayores con ellos. Al bebé lo llevé en mis brazos, estaba convencida de que era imposible que me lo quitaran.
El 15 de julio del 2019 nos embarcarnos en un bus sin ningún plan, es algo que no le recomiendo a nadie. Nos subimos a ese transporte sin conocer el país al que íbamos. En nuestros bolsillos solo llevábamos las ganas de salir adelante, en nuestros brazos, las fuerzas para trabajar en lo que tocara y en el corazón, las ganas de “echarle pichón a la vida” con la ilusión de pronto estar juntos y en mejores condiciones.
Un mundo desconocido
Luego de más de 12 horas de viaje pisamos Villa del Rosario. Lo primero que vimos fue una larga fila, nos acercamos por curiosidad. Al preguntar de qué se trataba, alguien nos dijo que era el comedor del padre Cañas; recién llegados y ya milagrosamente podíamos comer y refrescarnos.
Allí conocimos muchos compatriotas. No se me olvida la amabilidad de la gente que nos sirvió ese día la comida, una buena primera impresión que hasta hoy agradezco a Colombia. En la mesa donde nos sentamos pregunté si sabían en qué lugar recibían a los venezolanos y alguien nos dijo que fuéramos al refugio de Atención Transitoria del Migrante (ATM) que está cerca del comedor. Tras esperar varias horas, nos dieron refugio por tres días, otro milagro por agradecer.
Del dinero que conseguimos con la venta de las piezas del taxi, y otras cosas que negociamos, nos quedó algo de plata, no recuerdo cuántos bolívares eran en ese momento, pero sí que al cambio nos dieron 13.000 pesos.
“¿Qué se hace en Colombia con esa suma de dinero?”, empezamos a preguntar a las personas del refugio. De la nada, una puerta se abrió: una mujer nos vendió su termo de café y vasos. Ese mismo día mi esposo salió a la calle para intentar ofrecer la bebida, pero no le fue bien. Al segundo día salí yo con el bebé y logré vender tres termos.
Cuando llegó el momento de salir del refugio, con el dinero que ahorramos de la venta del café salimos a buscar arriendo. Solo nos alcanzaba para un ‘pagadiario’ donde nos pedían 5.000 pesos por cada uno a cambio de dormir en una colchoneta. En ese lugar duramos tres días.
Decidimos cambiar el café por chupetas y, luego, las chupetas por chocolates, para obtener mayor ganancia. Con ese dinero logramos una habitación en La Oficina, un hospedaje con cuartos privados en el que cobraban 6.000 pesos por persona.
Con la venta de cuatro días compramos un carrito para ayudar a pasar los mercados a las personas que venían de Venezuela a comprar a Colombia y empezamos a recolectar un promedio de 20.000 pesos diarios. Esa era nuestra meta para poder pagar los 12.000 pesos de arriendo y que nos quedara algo para comer y ahorrar.
Trabajamos sin parar hasta que logramos comprar los boletos de regreso para ir por nuestros hijos, más dulces, algo de comida para llevar, un par de zapatos para cada uno y unos perfumes que serían nuestro boleto de regreso a Colombia. En Venezuela estuvimos un mes, logramos vender los 12 perfumes que llevamos, dos por cinco dólares, y estuvimos de nuevo en territorio colombiano hacia el 15 de septiembre del 2019.
Todos en un nuevo país
Volver fue diferente, ya no teníamos temor. Retomamos nuestra rutina de trabajo, pero con nuestros tres hijos en casa era imposible hacerlo todo el día, por eso nos turnábamos las salidas. Los niños se enfermaban mucho, me tocaba ir a cada rato a un centro médico donde atendía a los venezolanos sin papeles, solo se debía mostrar la cédula. Allí, una profesional de la salud me dijo que mis hijos estaban desnutridos, especialmente el bebé. Fue una angustia que no sabría describirla.
El equipo de Acción contra el Hambre fue nuestro salvavidas, aparecieron de la nada y nos dieron una ayuda monetaria para que pudiéramos mudarnos de La Oficina y utilizáramos el dinero para lo que necesitáramos. Gracias a ellos pudimos vivir en un arriendo más privado, una habitación grande con baño y cocina, esa era nuestra humilde ‘mansión’. De esa donación hicimos un ahorro para en el futuro comprar los uniformes de los niños, era nuestro sueño.
De regreso a las aulas
Fuimos llenos de esperanza al megacolegio La Frontera a pedir cupo para nuestros pequeños. Las filas para las inscripciones eran larguísimas, llegamos a las dos de la mañana. A eso de las siete, el portero nos entregó las planillas para hacer la solicitud y tres días después, el 15 de enero del 2020, nos dieron respuesta: Isaías tenía cupo, pero a Andrés le negaron la solicitud porque faltaban documentos.
El 16 de enero fuimos a inscribir a Isaías y pedimos cita con el rector, que nos dio el otro cupo con la condición de que le lleváramos lo que faltaba. El 30 de enero ambos empezaron sus clases.
No pensamos devolvernos a Venezuela, por lo menos acá tenemos un plato de comida para todos a diario
Empecé a notar que a Andrés se le dificultaba aprender y, aunque yo estudié hasta tercer año de bachillerato, me dediqué a ayudar a mi hijo. En febrero del 2020, la fundación 'Comparte por una Vida, Colombia' llegó al colegio para pesar y medir a los alumnos y él fue uno de los beneficiarios del programa ‘Quédate en la escuela’, un proyecto donde le dan merienda escolar y un complemento nutricional. Mi corazón se llenó de tanta alegría que ese mismo día decidimos ir a una oficina de la Cruz Roja para preguntar cómo podíamos regularizar nuestra situación.
Al tiempo, uno de los profesores nos expresó su preocupación por Andrés, pues nos sugirió llevarlo al neurólogo (de hecho, nos dio el dato de un médico que lo ayudaría por un buen precio). Empezamos a ahorrar para el especialista y organizar nuestros papeles, pero el 16 de marzo del 2020 el coronavirus nos puso en pausa.
Los niños ya no pueden ir al colegio, estamos obligados a hacer aislamiento social y respetar el toque de queda por una pandemia que no deja trabajar. No tenemos cómo producir para pagar el arriendo, los servicios ni el mercado, y el dinero que teníamos ahorrado para llevar al niño al neurólogo se fue en el pago del gas y algo de comida.
Las consecuencias del coronavirus
Aunque hay mañanas que nos desesperamos, en este encierro hemos podido experimentar la solidaridad expresada en acciones por parte del colegio, de la fundación Comparte por una Vida, Colombia, del Programa de Alimentación Escolar, de nuestros vecinos, de tanta gente buena que no nos han dejado bajar los brazos. Quiero agradecer al dueño de la casa en donde vivimos, pues ha sido muy amable y no nos ha sacado del lugar, de hecho, a veces nos trae arroz o granos.
Mientras todo pasa, a mi esposo le ha tocado salir a hacer lo que sea, a veces la gente le regala comida o dinero y con eso hemos podido ir abonando al arriendo. Podemos decir con certeza que vivimos en una casa que aloja a cuatro familias que gracias a esta pandemia se han convertido en una sola, pues nos ayudamos entre todos.
Aunque está siendo duro, no pensamos devolvernos a Venezuela, por lo menos acá tenemos un plato de comida para todos a diario y con el favor de Dios, cuando esto pase, vamos a poder seguir trabajando duro para salir adelante. No nos vamos a rendir.
La mayor enseñanza que este covid-19 me ha dejado es que en familia podemos lograr lo que sea. Que si tienes fe, pones una buena actitud ante la adversidad, eres humilde y honesto, eso siempre te abrirá las puertas, sin importar tu raza, acento o bandera.
* Nombres cambiados por solicitud de la fuente.
Esta historia fue escrita en alianza con Edith Silva, subdirectora de la fundación Comparte por una Vida, Colombia, una fundación colombiana con el propósito de contribuir a la estabilización de la población afectada por los flujos migratorios mixtos, a través de modelos integrales que promuevan la restitución de derechos, bienestar e integración social.