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'Si algo me pasa, ya sabes quién fue': las alertas de Ana María antes del feminicidio

Chats, un computador robado y hasta una gorra y un tapabocas son claves en la investigación. 

NO ES HORA DE CALLAR

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Una llamada los despertó a las dos de la mañana. Ximena Céspedes y su esposo, José Francisco Serrano, estaban en Roma, en medio de un viaje que habían planeado tiempo atrás para celebrar sus veinte años de matrimonio y que se había pospuesto por cuenta de la pandemia.
–¿Es Ana María? –preguntó Ximena.
No era ella.
La llamada venía de un número desconocido y decidieron no contestar. Ximena se quedó despierta, con la idea de saber cómo estaba su hija. Con la diferencia horaria, Ana María tendría que estar todavía despierta en casa, en el municipio de Atizapán de Zaragoza, área metropolitana de Ciudad de México. Las dos habían hablado tres horas antes. Su madre le dijo que se iba a acostar temprano porque al día siguiente los esperaba un tour. Y ella le confirmó que ya estaba en casa y pensaba ponerse a estudiar: acababa de entrar a la universidad a cursar medicina y solía quedarse repasando hasta entrada la noche.
En la madrugada de Roma, Ximena siguió con una sensación extraña clavada entre ceja y ceja, o mejor, en el corazón. Así que optó por llamar a su hija para comprobar que todo estuviera bien. Marcó a su celular, no respondió. Le envió un chat que tampoco tuvo respuesta, hasta unos minutos después.
–Ana, estás?
–Hola ma. Sí. Andaba jugando con el perro. Me das tantito?
Nada de eso correspondía con Ana María, una joven de 18 años llena de entusiasmo que dos meses atrás había comenzado a hacer realidad el sueño de su vida.
Esas palabras, en lugar de tranquilizar a Ximena, la angustiaron más y la llenaron de sospechas de que algo podía estar ocurriendo. El  "¿me das tantito?" no pertenecía al vocabulario habitual de su hija. La desesperación llegó al límite cuando, minutos después, entraron otros mensajes en los que se leían frases como “Ya no puedo vivir más así. Ya no quiero. Adiós ma, despídete de papá por mí”. Nada de eso correspondía con Ana María, una joven de 18 años llena de entusiasmo que dos meses atrás había comenzado a hacer realidad el sueño de su vida: estudiar medicina para convertirse en una gran  cardióloga. Sus padres pensaron lo peor y se comunicaron de inmediato con un vecino de la urbanización para pedirle que fuera corriendo a la casa a ver qué pasaba con su hija. Tres minutos después, el vecino los llamó: había encontrado a Ana María muerta en su habitación.

"...Un chico como él"

Esto sucedió el 12 de septiembre. Cinco días después, la Fiscalía del Estado de México detuvo al exnovio de Ana María Serrano, Allan Gil Romero, de 20 años, como presunto responsable de su asesinato. La palabra presunto tiene que estar presente hasta que el caso se cierre y un juez dicte sentencia, aunque las pruebas reunidas por los investigadores lo comprometen como posible autor del feminicidio.
Ana María y Allan se conocieron en el Colegio Alemán Alexander von Humboldt, de Ciudad de México. Ella estudiaba allí desde niña, él llegó en el primer año de bachillerato. Compartieron estudios, eran los mejores alumnos de su clase, populares entre sus compañeros. Cuando ya iban en los últimos grados se volvieron novios y muchos los veían como la 'pareja perfecta'. “Ana María era la envidia de todas, porque todas queríamos estar con un chico como él”, dijeron algunas de sus amigas durante su velorio, adoloridas por su asesinato y llenas de estupor porque el supuesto responsable sea alguien que hasta hace poco formaba parte de su grupo de amigos.
Durante el año y medio de noviazgo, Allan se convirtió en una presencia cercana dentro de la familia de Ana María. Participaba en reuniones familiares, cenaba con ellos en casa, incluso hace poco –cuando ya su relación había terminado– le envió un mensaje al padre de Ana María felicitándolo por su cumpleaños.  En la fiesta de graduación del colegio, las familias estuvieron reunidas. Los abuelos maternos de Ana María viajaron a México y participaron de la celebración. Su abuela volvió diciendo que “era un niño encantador”. (Suele pasar tantas veces: el verdadero rostro puede estar escondido). El noviazgo terminó cuando los destinos parecían separarse. Ana María quería poner toda su dedicación en su carrera de medicina –había logrado ingresar en la Universidad Panamericana– y él tenía planeado irse a Alemania para adelantar en ese país sus estudios universitarios. A partir de la ruptura, empezaron a ser evidentes rasgos muy distintos en la personalidad de Gil Romero.
Ana María con su padre, José Francisco Serrano, su hermana Daniela y su madre Ximena Céspedes.

Ana María con su padre, José Francisco Serrano, su hermana Daniela y su madre Ximena Céspedes. Foto:Cortesía de la familia

Se obsesionó con que volvieran a ser novios. Semana tras semana, le enviaba regalos y le pedía que volvieran. Si se veían en persona, le lloraba y le insistía. Al principio podía parecer solo eso: un muchacho que tiene el corazón roto porque su novia lo dejó, porque sigue enamorado. Eso era lo que pensaban las personas cercanas a Ana María. Pero las cosas fueron cambiando de color. Allan se volvió más insistente. “Ya me cansé de que me mande regalos”, alcanzó a decirles Ana María a sus papás. Sus amigos le recomendaron a ella que lo bloqueara de sus redes y a él le pidieron que la dejara en paz. Al parecer, esas palabras alcanzaron a tener algún efecto. Se había tranquilizado un poco, o eso fue lo que pensaron hacia finales de agosto. Pero luego, poco antes del asesinato, sus mensajes se volvieron más agresivos. Amenazantes.

Un tapabocas y una gorra azul

La noche del martes 12, la perra de los Serrano Céspedes no ladró. Ginebra, un goldendoodle que era la adoración de Ana María, no debió sentir que alguien extraño había entrado en casa. Las cerraduras tampoco estaban forzadas. La puerta de atrás de la residencia solía permanecer abierta para que la perra saliera y entrara sin problema. No había razón para temer. La urbanización les aseguraba una buena seguridad.
Según las pruebas reunidas por los investigadores, Gil Romero –que pasó la portería porque su carro era conocido– había estado merodeando horas antes la casa de la familia Serrano, en el Condado de Sayavedra, a unos cuarenta kilómetros de Ciudad de México. Las cámaras de seguridad captaron su presencia en tres ocasiones. La primera fue hacia las tres de la mañana. Gil llegó en un carro Kia gris sin placas, la cara cubierta con un tapabocas negro y con una gorra azul oscura. La segunda, a la una de la tarde, cuando el joven volvió a entrar en el mismo vehículo –ya con placas– y fue hacia la residencia de los Serrano a preguntar por Ana María. La empleada de la casa, según su testimonio posterior, le dijo que la joven no estaba. Allan le respondió que volvería: le tenía un regalo.
El tercer ingreso quedó registrado hacia las seis de la tarde de ese mismo 12 de septiembre. Gil dejó su carro a unas calles de la casa de Ana María. Iba vestido con una sudadera y su cara de nuevo estaba cubierta con un tapabocas. Se le vio haciendo un poco de calentamiento antes de comenzar a correr hacia la residencia de la joven. Cuarenta minutos después –todo esto, según lo expuesto en la primera audiencia judicial– las cámaras lo ven de vuelta a su vehículo, esta vez con su rostro tapado con una máscara que parece tener impresa una calavera. De acuerdo con los investigadores, ese tiempo pudo ser empleado presuntamente para matar a Ana María y acomodar la escena del crimen de modo que pareciera un suicidio.
Se enteró de que la joven estaba empezando a salir con otro chico. También supo que sus padres estaban de viaje y que ella se encontraba sola en casa.
Las piezas fueron encajando. Dos días antes, Ana María le había contado a su mamá que su computador personal no aparecía. Su madre, desde Roma, le sugirió que mientras lo encontraba podía usar el de su padre. No le pusieron más peso a ese hecho: al fin y al cabo no había razones para pensar que algo peor estaba por venir. Ahora hay indicios que conducen a pensar que el joven pudo haber entrado a raptar el aparato, que hasta el momento no ha sido encontrado en los cateos realizados por las autoridades. El objetivo del robo, quizás, era tener ser a sus redes sociales. En una fiesta de amigos que habían hecho ese fin de semana –y a la que Ana María no quiso ir porque sabía que iba a encontrarse con su exnovio–, Allan se enteró de que la joven estaba empezando a salir con otro chico. También supo que sus padres estaban de viaje. Y que ella se encontraba sola en casa.
Desde la noche de la fiesta, tres días antes del asesinato, la actitud de Gil Romero se tornó mucho más agresiva. Comenzó a enviarle a Ana María mensajes con tonos de amenaza. La instaba a retirar de sus redes las fotos en las que aparecía con el chico con quien había empezado a salir. Le exigía que dejara esa relación o que se atuviera a las consecuencias. Ana María alcanzó a enviarles capturas de pantalla de estos mensajes a algunos de sus amigos. “Si algo me pasa, ya sabes quién fue”, le escribió a uno de ellos. Todos estos datos comenzaron a juntarse después de su asesinato. Nadie alcanzó a dimensionar el verdadero riesgo en que la joven se encontraba. Cuando se supo de su muerte, los amigos que tenían registro de esos mensajes se los hicieron llegar a la madre de Ana María. Todo fue conduciendo a un solo nombre.
Con solo ver la escena, los peritos descartaron que se tratara de un suicidio. “La necropsia estableció que la víctima falleció por asfixia mecánica debido a la compresión extrínseca del cuello”, dijo el informe de la Fiscalía mexicana. Se confirmó que los chats que recibió Ximena esa madrugada en Roma –los que usaban la expresión ‘tantito’ y anunciaban una despedida– no salieron del celular de Ana María. Quizás fueron escritos por quien había robado el computador.
En la habitación de la joven, la noche de la muerte, encontraron un tapabocas negro y una gorra azul que coincidían con los que Gil Romero usaba y que quedaron registrados en los videos de seguridad. Y otro hecho: menos de media hora después de que las autoridades llegaran a la casa –tras el llamado de alerta del vecino–, Allan apareció a lamentar lo sucedido con Ana María. ¿Pero cómo podía haberse enterado, si no se había informado nada hasta ese momento? Lo dijo Fernando Reygadas, abogado de la familia Serrano: “No hay crimen perfecto”.

Una sonrisa que iluminaba

Naná.
Así, con el acento en la segunda a, le decían casi todos en la familia. Su padre, José Francisco, un ingeniero mexicano, le decía Changuito porque de pequeña no se podía quedar quieta. “Ana María tenía una alegría interna impresionante. Cada vez que entraba a alguna parte, ella llenaba el espacio con su sonrisa”, dice Ximena, su mamá, abogada colombiana que desde el primer año de matrimonio se fue a vivir a México.
Ana María nació allí, el 5 de mayo de 2005, pero siempre tuvo conexión con el país de su madre. Amante del jugo de lulo, de la música colombiana, solía venir una o dos veces al año y participar –junto a sus tíos Tatiana Céspedes y José Manuel Restrepo, exministro de Hacienda del pasado gobierno– en misiones sociales en regiones como Vichada, San José del Guaviare o, la más reciente, Santa Rosa de Osos. Hasta allá llegaba la familia entera y Ana María se unía a las tareas de los paramédicos. Su vocación por la medicina era intensa y solía decirle a su abuela paterna que ya no tenía de qué preocuparse porque ella le “iba a cuidar la salud de su corazón”.
“Era dulce, en todo el sentido de la palabra, y al mismo tiempo tenía un humor negro que podía ser implacable”, dice su tía Tatiana. A los 18 años, Ana María seguía comprando y rodeándose de peluches de todos los estilos. Amaba la vida y la hacía respetar. Solía ir a refugios a bañar y alimentar animales abandonados. Esa devoción la llevó a tantear la posibilidad de ser veterinaria, pero pudo más la medicina.
Deportista, entrenó y compitió en gimnasia artística y después se centró en el baloncesto. Quienes la conocían empezaban a quererla muy pronto. Muestra de ello es que su velorio estuvo atiborrado de gente, muchos de ellos compañeros de universidad con quienes apenas llevaba semanas de amistad. Su velorio estuvo, también, lleno de dolor. Porque se truncó una vida que comenzaba. Un mundo que estaba por abrirse.
El presunto asesino está preso a la espera de que el proceso judicial continúe. La juez dio un plazo de tres meses para cerrar la investigación. Ella, Ana María, está enterrada. Sin embargo, su familia espera que su muerte se vuelva un llamado de alerta para que a nadie más le pase lo mismo. Tiene la esperanza de que lo que ella sufrió no quede ni en la impunidad ni en el olvido.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Cronista de EL TIEMPO

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