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'Parece que Dios hubiera muerto', una novela conmovedora
La escritora colombiana Diana Ospina Obando nos habla de pérdidas, duelos y silencios.
Diana Ospina Obando también es docente y crítica de cine. En esta novela reflexiona sobre el duelo. Foto: Diego Zamora
Ya me había sorprendido, como lector, Diana Ospina Obando con Pasajeros en tránsito, su primer libro de cuentos en el 2018, con ese mirar de otra manera para que las historias se nos muestren “casi, casi… como el amor”, “una última vez, antes de apagar la luz”. Escondiendo un secreto que las convierte en algo distinto, en otra cosa. Creo, después de terminar su novela Parece que Dios hubiera muerto,haber asistido a la revelación de estar ante un texto escrito con tal perfección y despojo, precisión y belleza, que se lee más allá de lo que sus páginas encierran (como sucede con las novelas ¿Recuerdas Juana?, de Helena Iriarte y La perra, de Pilar Quintana).
Es como si estuviéramos ante una serie de fotografías (no una película) que, sin moverse de su sitio ni transformarse en otra cosa, nos abren puertas y ventanas para mirar más allá. Es un texto que se abre a un paisaje múltiple. Un ir del pasado al presente constante. Un acto de mirar al que fuimos, sin dejar de ser el que somos. Decidí inmediatamente que el lugar que le corresponde en mi biblioteca es al lado de Una muerte en la familia, de James Agee, y de La invención de la soledad, de Paul Auster, porque es, en definitiva, una de las novelas más hermosas que he leído sobre el duelo, sobre la muerte de la madre y su presencia en la memoria del adolescente que se vuelve adulto.
“ (...) Lo que recordamos es el relato que hemos elaborado, la historia que nos contamos para ordenar el caos aparente del pasado y así está bien, no quisiera hacer tambalear los cimientos del edificio, este que he construido con tanto esfuerzo y que, bien para mal, se sostiene a pesar de las tormentas”, se dice, nos dice la narradora de esta novela. Todo parte de una pregunta, “(…) ¿Cuándo y cómo se había instaurado en mí el silencio?”, que es una incitación a la recuperación de la memoria. A la invención de una memoria. Y esa es, en resumidas cuentas, una de las posibilidades de la literatura.
En esa búsqueda de la memoria ajena se tropieza con la memora propia: “(…) Intenté, con muchos de sus amigos más cercanos, reconstruir su historia y terminé encontrándome con la mía, recordando momentos que había olvidado”. Esos momentos adquieren entonces, al ser vistos con el paso del tiempo, el encanto de convertirse en “acontecimientos”: el primer beso, el nacimiento del deseo, el descubrimiento del cuerpo, la extrañeza de los otros y el reconocer a los padres como seres llenos de virtudes y defectos, contradicciones y misterios.
La muerte de la madre para la narradora adolescente implica el comienzo de las preguntas y de las dudas, esa “línea de sombra” que nos acerca a entender lo que somos y dejaremos de ser: “Le otorga a lo cotidiano nuevas connotaciones. Hace de un momento que hubiera sido ordinario algo único y memorable”.
Esta es una novela conmovedora que se lee como un cuento perfecto, como la fotografía que nos espera en un álbum olvidado para recordamos que un día fuimos distintos y todo estaba por delante y por conocer. Hasta que la vida cambió de repente, sin que lo sospecháramos, para no volver a ser jamás los que éramos y no nos quedara otro recurso que la literatura para intentar encontrarnos y explicarnos. Y seguir adelante, sin la mano de la madre, aunque parezca que “Dios hubiera muerto”.