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'Dora o la vida', fragmento del nuevo libro de Tomás González
En Asombro, el autor colombiano reúne reflexiones sobre su vida, su obra y el oficio de escribir.
La obra de González incluye novelas, relatos y poemarios. Foto: Cortesía Hay Festival
Empezó a arrastrar un poco la pierna izquierda al caminar y a tropezarse cuando subía escaleras, pues no podía levantarla bien. Se quejaba de debilidad. Fue donde el médico, le hicieron un examen con resonancia magnética y le descubrieron lesiones en el tejido que recubre y protege el sistema nervioso. Las había en el cerebro y en la médula espinal. Por alguna razón, nos explicó el médico, los anticuerpos del propio organismo empiezan a percibir como invasores esos tejidos, los atacan y la persona se va incapacitando, pues el flujo eléctrico se ve interrumpido por las lesiones, que no paran de aumentar.
Esclerosis múltiple.
Cuando le empezaron los primeros síntomas vivíamos en Nueva York. Llevábamos treinta años juntos. Lucas, nuestro hijo, aún no había cumplido veinte.
El desarrollo de esta enfermedad es largo, lento, implacable. Y no tiene cura. Dora pasó de arrastrar la pierna a necesitar bastón, de necesitar bastón a necesitar caminador, de necesitar caminador a necesitar carrito eléctrico y de allí a necesitar silla de ruedas manual y después eléctrica y otra vez manual, cuando ya no pudo manejar la eléctrica y tenía que esperar a que la empujaran.
Para describir su situación a partir de cierto momento del avance de la enfermedad uno podría decir que se había quedado encerrada en la vida como si la vida fuera un calabozo. Después de un proceso gradual e irreversible de deterioro de muchos años se llegó a un punto en que había que alimentarla, bañarla, vestirla, ayudarle a desocupar los intestinos. Le costaba demasiado masticar y tragar, y se adelgazó muchísimo. Hablaba con enorme dificultad y era casi imposible entenderle. No podía leer ni ver televisión, porque las letras y las imágenes le llegaban borrosas y temblorosas. Oía música gran parte del día y se mantenía observando todo lo que pasaba a su alrededor... y pensando. Se reía siempre de los chistes que le hacían. Lloraba a veces, no demasiado, por su situación, y con frecuencia le hacía la vida imposible a quienes la cuidaban.
Antes de enfermarse, había sido fuerte y cariñosa, una de esas personas de quienes el poeta dice que, como a los caracoles, su caparazón resistente les da mucha capacidad de ternura. Después de enfermarse siguió siendo fuerte, pero dejó de ser cariñosa. Conmigo, en todo caso, dejó de serlo. Conmigo se volvió otra persona, a la vez exigente e indiferente. Se dedicó de lleno a su enfermedad: a pensar en ella el día entero, a ilusionarse con posibles curas, a luchar contra ella.
La cuidé, primero en Nueva York y luego en Chía, desde que le dieron el diagnóstico, en 1997, hasta 2010, cuando se fue a vivir a Cali con su mamá y su hermana. Ellas dos, Marta y doña Margoth, la cuidaron hasta septiembre del año pasado, cuando, después de tantos años de agonizar lentamente, se murió de paro cardíaco luego de una agonía final rápida y sin sufrimientos.
Dora no se murió de tristeza. Se murió del cansancio de pelear en vano y por mucho tiempo contra una enfermedad incurable.
Dora no se murió de tristeza. Se murió del cansancio de pelear en vano y por mucho tiempo contra una enfermedad incurable. Durante esos años la vieron multitud de sanadores y brujos que la sometieron a tratamientos tan caros como inútiles e incómodos. Desilusión tras desilusión. Recuerdo ahora a un supuesto médico de Cali que cobró carísimo, algo así como cinco mil dólares, por un tratamiento de acupuntura y homeopatía y garantizó que si no la curaba devolvía el dinero. Él sabía muy bien que no iba a curarla y, sin embargo, le propuso el tratamiento y se quedó con la plata. Yo sabía que la cura para la esclerosis múltiple no iba a aparecer en un consultorio de un barrio de clase media de Cali y no la iba a encontrar un médico homeópata que vivía en un apartamento encima del consultorio, y así lo dije, pero Dora y toda la familia se habían ilusionado y no hubo manera de evitar que cayeran en el atraco. ¿Por qué no podía aparecer la cura en Cali, a ver? ¿Qué tenía que ver la clase media con esto? Es que no hay que ser tan negativos.
Fueron demasiadas las derrotas.
Durante todos esos años no hubo un solo día en que la palabra ‘eutanasia’ no pasara por mi mente, por la mente de muchos de nuestros familiares y tal vez por la de Dora. Poco después de su ida para Cali empecé a investigar esa posibilidad y alguien me habló de un centro en Suiza al que viajaban enfermos terminales de todo el mundo buscando una muerte digna. Averigüé más y, efectivamente, había uno muy conocido, en Zúrich, y los había también en Bruselas y en Ámsterdam. Pero en lugar de alegrarme, todo aquello de Zúrich y Ámsterdam y demás me empezó a parecer demasiado... arduo. ¡Tener uno que irse a morir a Europa! ¡A ese continente oscuro! Imaginarme a Dora llegando a El Dorado en su sillita de ruedas, con Marta o conmigo, para agarrar un avión con destino a Zúrich me llenaba de tristeza.
Portada del nuevo libro de Tomás González, editado por Seix Barral. Foto:Archivo particular
Suiza tal vez sea un país bonito, igual que Bélgica y Holanda, pero la idea de irse a morir allí resulta abrumadora. Si me ofrecieran escoger entre Zúrich y Girardot –ciudad colombiana seleccionada aquí al azar– como lugares para morirme o para renacer, escogería Girardot sin pensarlo mucho, a pesar de que he estado allí y entiendo por qué no ha sido galardonada dos veces como la ciudad con más alta calidad de vida del mundo, como Zúrich, ni declarada patrimonio de la humanidad, como Bruselas. Pero hay asuntos sobre los que no tenemos libertad de elección, y esos son los del corazón. En eso gana Girardot. Allá desemboca el río Bogotá en el Magdalena y en medio de aquel horror de contaminación vuelan esplendorosas las garzas más limpias y blancas que he visto en la vida y que son patrimonio de mi humanidad.
Hablé con Marta, y estuvo de acuerdo conmigo en que aquello de irse de Colombia había que descartarlo. Pero algo teníamos que hacer, pues Dora seguía deteriorándose y sufriendo. A veces le daban infecciones urinarias que había que parar con antibióticos y le producían fiebres que, al estar ella tan débil, la ponían casi en estado de coma. Entraba en una especie de letargo y después no recordaba nada de lo ocurrido. Y cada vez que eso pasaba yo hacía fuerza para que en uno de esos letargos se muriera sin sufrir más y se liberara ella, y nos liberáramos todos, de la carga de su enfermedad.
Un día una amiga me contó que había firmado unos documentos para que no la fueran a conectar a ningún aparato en caso de que algún accidente o enfermedad la dejara hecha un vegetal, y se me ocurrió que tampoco yo quería quedarme nada más que respirando en una cama, con las caderas llagadas, tal vez durante años, y que iba a firmar esos papeles. Una fundación privada, con sede principal en Bogotá, ayudaba con el trámite. Hablé con una persona de la institución, una mujer muy amable, eficiente, compasiva, que empezó a informarme sobre las actividades de la fundación. Y me llevé una sorpresa.
No había que irse del país para morir dignamente. Si uno es enfermo terminal y está sufriendo de manera insoportable y sin remedio, en Colombia hay quien le ayuda. Cuando supe que era posible; que había una institución que lo hacía perfectamente viable para Dora, sentí alegría en el alma y en el vientre una punzada de miedo. Salí de las oficinas de la fundación a tomarme un trago por ahí, para calmarlo. Esa misma tarde hablé con Marta, y ella se alegró también, según dijo, pero se puso a llorar.
–Es que esto es muy duro. A la hora de la verdad uno no quiere, ¿cierto? Y ahora, ¿cómo le decimos a ella?
Pero es un umbral muy difícil de cruzar. Una cosa es la muerte imaginaria, otra la real.
La sicóloga de la sede de Cali de la fundación habló con Marta primero, después con Dora. Se reunieron Dora y la sicóloga varias veces en privado y nadie sabe cómo se comunicaron ni qué se dijeron, pues ni la sicóloga ni Dora comentaron nunca nada. El hecho es que Dora sabía ya que esa puerta estaba abierta para ella.
Pero es un umbral muy difícil de cruzar. Una cosa es la muerte imaginaria, otra la real, la que viene con palidez y miedo y sudor frío. Empezamos a esperar que Dora dijera algo y nos llevamos otra sorpresa. No solamente nada dijo, sino que dejó de repetir que se quería morir, cosa que había venido haciendo desde hacía años cada vez que la enfermedad la agobiaba. De pronto se le llenaban los ojos de lágrimas, hacía el tremendo esfuerzo de hablar, de articular las palabras, y decía que se quería morir.
Dejó, pues, de decirlo y le disminuyó la angustia. Es muy distinto estar en un cuarto encerrado con llave que estar en ese mismo cuarto, igual de encerrado, pero con la llave en el bolsillo. A partir de entonces Dora se tranquilizó mucho y, según me decía Marta, recobró hasta cierto punto la alegría de vivir de antes de la enfermedad.
–Otra vez está disfrutando con las cosas.
Eso hasta donde se lo permitía la esclerosis múltiple, una enfermedad que no da tregua. Cuando se sentía demasiado cansada por no poder moverse ni hacer nada durante los días y las noches interminables, decía otra vez que se quería morir. Pero si se le recordaba que existía aquella puerta y que estaba abierta para ella, cambiaba de tema y decía: “Lucas es una berraquera” o “Clarita es muy querida”. Clarita es mi hermana, que siempre fue muy amiga de Dora. Y una vez le dijo a Marta que ella no se iba a hacer ninguna eutanasia. Los diálogos de Marta con Dora eran más o menos así:
DORA: [Sonidos incomprensibles].
MARTA: ¿Cómo? ¿Ninguna qué?
DORA: [Murmullo ininteligible].
MARTA: ¿No quiere qué?
DORA: [Sonidos incomprensibles].
MARTA: ¿No quiere la eutanasia?
Había aprendido a entenderle. A veces le costaba trabajo, pero finalmente lo lograba.
DORA: [MUY CLARO] No.
MARTA: Ah, pues entonces no y listo. ¿Acaso es obligatoria?
DORA: [Sonidos incomprensibles].
MARTA: ¿Cómo, cómo?
DORA: [Sonidos incomprensibles].
MARTA: Ah, eso es así. Lucas es una berraquera. Por algo es mi sobrino.
Dora tomó esa decisión por miedo a la muerte y también por amor a la vida, y se sostuvo en ella hasta que se la llevó el paro cardíaco, cuando menos pensamos, tres años más tarde.
Tanto esperar y el final nos toma siempre por sorpresa.
Después de más de cuatro decenios de estar juntos, a Dora y a mí no nos separó la muerte sino la enfermedad. Cuando la muerte llegó, hacía ya mucho tiempo que la enfermedad nos había separado.
Escribí esto en mi libro de poemas:
Dos de septiembre de 2014
Hoy murió Dora.
Muy lejos de mí.
Acababa de cumplir 66 años.
Cuarenta y nueve de alegría sin límites.
Diecisiete de sufrir.
Ahora que lo transcribo, veo que el poema todavía no está bien. Hay un error de perspectiva, pues se define una vida entera por lo que hubo de sufrimiento entre el momento en que empieza a declinar y la muerte. El énfasis queda en el sufrir, y así no es. En la versión definitiva, los cuarenta y nueve años de alegría sin límites deberán ir a lo último y poner el punto final.