Maíz colombiano, sabor mexicano: abrió sus puertas Tacaloa, en el Siete de Agosto, en Bogotá

No queda en Chapinero Alto. Tampoco en la T ni en la G. En la misma cuadra hay una bodega de cajas de cartón y una colchonería enorme en donde también ofrecen toda clase de chécheres y de envases. En la esquina, en puestos improvisados, anuncian yerbas curativas, aguacates maduros y tamales tolimenses.

El restaurante del que voy a hablar ocupa el segundo y el tercer piso de una construcción esquinera que antes fue corrientazo y fue billar. Desde sus ventanales generosos se ven cacharrerías, ventas de objetos para piñatas, cristalerías, tiendas de víveres, ventas de canastos, carnicerías y esos almacenes fascinantes llamados misceláneas, en donde los vecinos salen de apuros con un regalo que se les olvidó, unas medias para reponer las que se acaban de romper o una loción para la conquista que se avecina.

Los que están pensando que se trata del Siete de Agosto, ese barrio de Bogotá en donde se consigue casi todo lo bueno y casi todo lo prohibido, acertaron. Y este restaurante que ya les voy a decir cómo se llama tiene una vista privilegiada sobre la plaza de mercado que se llama igual que el barrio y en cuyo interior se exhibe, se huele y se ofrece casi todo lo que da esta tierra colombiana, tan generosa.

Se llama Tacaloa, que es uno de los tipos de maíz que se emplean por kilos y a diario en este restaurante, junto con el rojo cariaco y el amarillo cariaco, el maíz azul y el maíz negrito, el rojo sangre de toro y el maíz pico de gallo, además de otras veinte variedades que les mandan de Sincelejo, de La Dorada, del Socorro y de San Andrés de Sotavento.

Se llama Tacaloa, y todo el maíz que emplean en las recetas es cultivado en Colombia. Así dice en el overol de los meseros: “Puro maíz nacional”. Sin embargo, Tacaloa es un restaurante de comida mexicana: mexicana de verdad, de la que preparan en los restaurantes típicos de Puebla y de Oaxaca, de Jalisco y de las colonias más tradicionales de Ciudad de México.

Precisamente, Tacaloa está emparentado con Maizajo, un restaurante de la colonia Condesa, que se define como un espacio “dedicado a la investigación, producción y comercialización de productos de maíz criollo”. Y las cartas de uno y otro fueron desarrolladas por el talentoso chef mexicano Santiago Muñoz Moctezuma, un apasionado por recorrer las diversas regiones de su país y aprender recetas tradicionales de las que preparan a diario en los mercados centenarios... recetas como esas tlayudas de Oaxaca, con fríjol refrito y asiento de res y salsa macha y berros aliñados, que forman parte de la carta de Tacaloa, y que le dan a esta esquina del Siete de Agosto un carácter especial.

Especial, sí, porque en Bogotá abundan las taquerías y los restaurantes mexicanos, pero muy pocos son auténticos de verdad, como Tacaloa. En su carta hay platos que difícilmente se encuentran en otro lugar, como el mole oaxaqueño con cola de res, los fideos secos con codillo de cerdo cocido en chicha, la enmolada de barbacoa de cerdo, los sopes de longaniza con fríjol o ese maravilloso tamal de boda, que lleva cerdo y pollo, y cuya masa es preparada con maíz de tres colores...

Tacaloa tiene dos espacios: el segundo piso es una barra enorme para comer tacos –de sobrebarriga, de milanesa de pollo, de lengua, entre otros–, costras –increíbles, como la de ribeye–, flautas –como la de barbacoa de pollo–, que preparan a la vista del comensal. Y el tercer piso es un restaurante para sentarse y, por qué no, acompañar con una copa de vino, un mezcal o un margarita, esos platos que Santiago Muñoz vino a enseñarles a preparar a los cocineros locales y a los cuales supervisan a diario algunos de sus discípulos mexicanos, que aceptaron el reto de traer a estas tierras sus sabores fascinantes.

Pero quizás lo mejor de Tacaloa sea su gente: porque Natalia Carreño –esa soñadora de restaurantes que también dio a luz la Chichería Demente– se empeñó en formar durante cuatro meses a un grupo de personajes del barrio, algunos de los cuales vivieron en la calle o estuvieron a punto de vivir en ella, y ahora se sienten orgullosos de haber aprendido ese bello oficio de hacer felices a quienes van a alimentar el cuerpo y, ojalá, el alma.