Lo tenía claro. Tal y como les enseñaba a mis alumnos de literatura, había construido la hoja de vida de los personajes de mi novela. Los conocía a la perfección antes de escribir la primera línea. Sabía de ellos muchas más cosas de las que contaría en la narración, porque necesitaba estar seguro de cómo reaccionarían ante determinadas circunstancias.
Había aprendido desde muy joven que los personajes de papel, al igual que las personas de carne y hueso, responden a los estímulos, a las adversidades y a las tentaciones según como hayan vivido su infancia, como hayan sido criados y de acuerdo con las constantes de su estirpe. Por eso, por ejemplo, conocer a los padres de los personajes resulta relevante, aunque jamás aparezcan en el texto. Y las coincidencias que uno logre o decida establecer entre protagonista y antagonista puede explicar sucesos determinados o incluso el rumbo de la historia. Y había decidido, como una apuesta caprichosa, que tanto en la infancia de Vargas como en la de García resultarían más importantes sus abuelos que sus padres. Hasta ahí las similitudes, porque Vargas era el hijo único de un matrimonio de clase media que se separó poco antes de su nacimiento, mientras que García era el mayor de los dieciséis hijos de un telegrafista de pueblo y de la hija de un coronel del Ejército. Sabía también que Vargas y García habían nacido con ocho años de diferencia, muy cerca de océanos distantes y distintos. El primero, que era menor y confeso irador del segundo, junto al Pacífico imponente, y García muy cerca del Caribe ruidoso y festivo que definió el carácter de los protagonistas de su obra literaria. Eso sabía, entre otros muchos detalles, antes de sentarme a escribir el comienzo de esa novela en la cual, tristemente, la pandemia me ha impedido concentrarme.
*Cortesía del autor